RECIENTEMENTE asistí a una conversación sobre el fondo ideológico que subyace en los actos y mensajes del presidente estadounidense, Donald Trump. En esencia, la formulación teórica de mis interlocutores concluía que el republicano es, en realidad, el último heredero del poder tradicional de la élite política y económica blanca, anglosajona y protestante que ha dirigido el país durante toda su historia: los wasp por sus siglas en inglés. Con las únicas excepciones de John F. Kennedy, que era blanco y anglosajón pero, como descendiente de irlandeses, católico; y de Barack Obama, que es afroamericano, aunque protestante. Esa élite, acosada por la pérdida de poder económico y el desgaste sufrido en la última crisis financiera se habría radicalizado para buscar el respaldo electoral de las clases medias y bajas de la misma tradición cultural wasp. De ahí vendría el populismo que alimenta un discurso xenófobo que bebe directamente de los planteamientos supremacistas blancos. La ecuación sería perfecta, a decir de mis interlocutores, porque canaliza hacia la política institucionalizada la amenaza antisistema que suponía el supremacismo en la segunda mitad del siglo pasado al arrebatarle el discurso. Mis objeciones llegaban por el hecho de que por ahí se da carta de naturaleza a esa dinámica del conflicto frente a la tolerancia -algo así como lo ocurrido en España con Vox-. Pero me insistieron en que el propio sistema domestica esos extremos. No estoy más tranquilo.