Me pareció oportuno, justo y necesario el sentido homenaje que la asociación de ertzainas Mila Esker le tributó el pasado sábado en Gasteiz a Juan María Atutxa. Bastante más, cuando en estos tiempos éticamente infectos de memoria selectiva que vivimos, el rocoso lemoarra se ha convertido en una referencia muy incómoda para muchos de los que por convicción, cobardía o pura desidia practican el blanqueamiento de los que se dedicaron a sembrar muerte, destrucción y sufrimiento. Y en el mismo acto de reconocimiento, volvió a demostrar que él no está por la labor de pasar página tan ricamente como si no hubiera ocurrido todo lo que bien sabemos que ocurrió. Lo hace, además, desde la autoridad moral que le concede no haberse hecho a un lado pese a que durante los ocho años en los que fue consejero de Interior del Gobierno vasco fue objeto ni se sabe de cuántos planes de asesinato y debió llevar una existencia casi clandestina y sin privacidad, siempre rodeado de dispositivos de seguridad estratosféricos. “Zipayo, los días que te quedan son una cuenta atrás”, rezaban los carteles en blanco y negro con su rostro encajado en una diana que empapelaban las calles. Como me dijo una vez, salía de casa sin saber si iba a volver.
¿Qué le lleva a alguien a tener una vida así? Atutxa no buscaba poder, ni gloria ni dinero. Actuó guiado por un sentido del deber literalmente a prueba de bombas y de balas. Incluso si tomó alguna decisión equivocada –nadie está libre de ello–, lo hizo en el convencimiento de que era la opción más justa. Y exactamente así volvió a obrar en el episodio más duro (incluso por encima de los intentos de asesinato) de su trayectoria vital: cuando se vio perseguido judicial, política y mediáticamente por hacer cumplir las leyes que le impedían disolver el grupo de los herederos de Batasuna (qué ironía tan ilustrativa) en el Parlamento Vasco. Por lo uno y por lo otro, hoy lo odian en los extremos. Eso es un gran mérito. – Javier Vizcaíno