VOLVER a casa por Navidad no es un viaje: es una costumbre que se disfraza de destino. Uno sube al tren o al coche con la maleta llena de ropa innecesaria y el equipaje verdadero –los recuerdos–, viajando sin billete. En el andén queda la vida que uno ha ido construyendo a trompicones durante el año, y al llegar espera la vida que nos construyó a nosotros sin pedirnos permiso.
La casa familiar huele a un tiempo que no caduca. Es un aroma hecho de sopa, de pasillos encerados, de una tristeza leve que se ha ido quedando en las paredes como un barniz. Las llaves siguen sonando igual al entrar, aunque la cerradura ya no confíe del todo en nadie. En el recibidor, las fotografías nos miran con esa ironía de los objetos fieles: ahí estamos todos, congelados en una edad que ya no existe, sonriendo como si supiéramos lo que iba a pasar después.
En Navidad la familia se reúne como un archipiélago que emerge por unas horas. Cada cual trae su isla a cuestas: los éxitos exagerados, los fracasos minimizados, los silencios envueltos en papel de regalo. Se habla del tiempo, de la salud, de un primo que se fue lejos y volvió distinto, como si hubiera cambiado de idioma por dentro. Se brinda con un vino que sabe a reconciliación provisional, y alguien –siempre alguien– dice que este año hay que verse más.
El regreso a casa tiene algo de misa laica. Se repiten los rituales con la devoción de quien sabe que la fe no es creer, sino volver. El mantel heredado, la vajilla que sólo sale en estas fechas, el turrón duro que resiste como una idea antigua. En la sobremesa, las palabras se aflojan y aparecen las verdades pequeñas: la madre que pregunta sin preguntar, el padre que calla diciendo más de lo que dice, los hermanos que se miden con una mirada rápida para comprobar si aún pertenecen al mismo bando..
Luego está el paseo nocturno por el barrio, donde las luces navideñas intentan convencer a la tristeza de que es posible. Las calles parecen más estrechas, o quizá somos nosotros los que hemos crecido demasiado. En cada esquina hay un recuerdo dispuesto a saltar como un gato: la primera bicicleta, el cine de verano, la noche en que todo parecía empezar. Volver es comprobar que el pasado no se ha ido; solo ha aprendido a esperar.
Al final, cuando uno regresa a su vida de adulto con prisa, entiende que la Navidad no arregla nada, pero lo remienda todo. l