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El sacacorchos

Jon Mujika

Minerales poéticos

EN Bizkaia, donde el verde parece tener memoria y las mareas arrastran historias antiguas a los muelles, ahora también los restos de nuestras mesas —las mondas de la fruta, el poso del café, las hojas mustias de una lechuga vencida— se han convertido en una suerte de nuevo mineral poético. La Diputación anuncia que esos residuos orgánicos podrán alimentar de energía a 12.700 hogares, y uno, que todavía asocia el milagro a las bombillas encendidas al atardecer, no puede evitar imaginar a cada vivienda iluminada por el espíritu de lo que en otro tiempo llamó basura.

La idea tiene algo de justicia cósmica. Durante décadas hemos vivido como si la naturaleza fuese un camarero silencioso dispuesto a recoger nuestras migas sin rechistar. Ahora ese camarero regresa, deposita la bandeja sobre la mesa y nos dice: “Mira lo que puedo hacer con lo que dejaste.” Y entonces convierte el desecho en calor, la fermentación en corriente eléctrica, el olor del compost en una luz leve que cae sobre los libros abiertos de un salón cualquiera. Una pequeña victoria moral.

En ese paisaje industrial que fue Bizkaia, la idea de una energía nacida de lo orgánico tiene la textura de un nuevo comienzo. Cada bolsa marrón que se llena en las cocinas es un voto de confianza: una forma de decir que el futuro no tiene por qué oler a petróleo, que puede oler a tierra mojada.

Las ventajas, más que técnicas, son de carácter espiritual. Convertir los restos de nuestra vida cotidiana en electricidad no sólo reduce emisiones y aligera vertederos; nos enseña que la economía circular no es un concepto esotérico, sino un pensamiento casi doméstico. Es el mismo gesto que hacían nuestras abuelas al guardar los huesos para el caldo: comprender que nada termina donde creemos. En un planeta fatigado, esa lógica del aprovechamiento tiene un brillo casi sentimental.