Llegó septiembre y ya desde hace meses nos vienen anunciando la que nos va a caer en otoño. El apocalipsis zombie, las plagas de Egipto y el día de la bestia nos esperan cuando se acabe el verano. La cosa es que uno se asoma a la vida y contempla al personal prodigando sin ningún miedo sus holganzas y sus despilfarros, sus viajes, sus fiestas y sus desayunos en terraza. Parece que no nos preocupan esos tenebrosos pronósticos, o que no nos enteramos de nada.

No solamente nos advierten de la que viene, sino que comprobamos que ya ha venido y sin bajar el pistón nos sorbemos el verano a golpe de escalada del IPC, cesta de la compra disparada, al alza del combustible, energía, tipos de interés... Y es que quizá no nos lo acabamos de creer, pardillos, como si se tratase de una tormenta de verano. Que, por cierto, quizá hasta confundimos el sobrecogedor calentamiento global con una simple ola de calor.

La verdad es que da miedo escuchar o leer la retahíla de desastres encadenados que nos cuentan y, lo que es peor, hasta nos sorprende la constatación de que casi todos estos estragos son consecuencia de la guerra. “¿Guerra? ¿Qué guerra?”, habríamos replicado hace solo poco más de seis meses. Y es que nadie nos había dicho que una escaramuza entre Rusia y Ucrania, remotos e inescrutables países del Este, iba a hacer trastabillar a toda la vieja, estable y poderosa Europa. Por no enterarnos, pardillos, no teníamos ni idea de que el gas ruso pudiera desestabilizar hasta tal punto a lo más potente de la Unión Europea que hiciera tambalear su economía. A nosotros, pardillos, no se nos pasaba por la cabeza que dependiera del cereal de Ucrania la salvación de la hambruna para millones de africanos.

Nosotros, pardillos, no entendemos qué tienen que ver la añoranza de la Gran Rusia de Putin, la represión del tal Zelenski al separatismo pro ruso del Dombás, o las ambiciones del centinela yanqui de occidente, con el aumento desaforado del precio del pimiento, por poner un ejemplo de que todo está más caro aquí y en Tombuctú. Nosotros, pardillos, ignorábamos que esta cosa fuera la globalización, realidad que paradójicamente creíamos positiva. Ni idea de que un leve aleteo de mariposa provocase semejante seísmo. Por no entender, tampoco entendemos cómo quienes sí debieron estar al tanto no fueron capaces de impedir esta guerra antes de que estallase, cómo no se puso en marcha toda la diplomacia internacional desplegada para evitar las consecuencias con las que apechugamos ahora. A nosotros, pardillos, casi nos parecieron bien aquellas cacareadas sanciones supuestamente económicas a Rusia y sus oligarcas y aplaudimos el envío de armas a Ucrania, hala, más madera para una guerra que nos va a arruinar a todos.

Ahora, con la amenaza de un otoño espeluznante, nos preguntamos qué nos hemos perdido de la realidad geopolítica, cómo vamos a soportar que unos pocos se forren especulando con los productos energéticos que mueven o paralizan nuestro primer mundo, cómo hemos sido tan pardillos que votamos y respaldamos a los que ya sabían de qué iba el asunto. Sin enterarnos, nos dicen que no solo vamos a ser más pobres sino que podemos estar a un paso de la guerra nuclear, y nosotros con estos pelos.

Pero, ojo, es que somos tan pardillos que vete a saber si solo se trata de meternos miedo.