DA un poco de aprensión decir que la temporada se ha terminado con partidos por celebrarse y la opción matemática aún abierta, pero sería lo más apropiado viendo que el equipo no sabe, o no puede, responder al nivel de exigencia que conlleva la lucha por el objetivo que se había marcado. Que exhibe sin remedio su impotencia justo en los compromisos donde hay que ofrecer la mejor versión posible, que no tiene por qué ser la ideal o una que gustaría presenciar, pero que de ninguna manera puede resultar tan pobre como para causar estupefacción, enojo o, directamente, una depresión severa en el entorno.

Y en absoluto es una situación inusitada esta de Granada, episodios indigestos todos ellos por la deficiente respuesta colectiva e individual. Ya se han enumerado tres detectadas en el último mes, pero yendo un poco más atrás uno se topa de bruces con las semifinales de Copa, donde el Valencia tiró de pragmatismo para disimular sus carencias. Con esto y las dosis de agresividad características de los grupos dirigidos por Bordalás, le bastó para despersonalizar al Athletic e impedir que desplegase sus bazas en la ida y en la vuelta.

En la hora de la verdad, es obvio que algo no ha funcionado. Se diría que la experiencia del ejercicio anterior, con las dos finales que ni se disputaron y el posterior declinar que se prolongó hasta el cierre de la liga, no ha servido para aprender y corregir el rumbo. Hoy se acumulan más pruebas de similar envergadura de que el equipo no cuenta con los mecanismos adecuados para desmarcarse de esta curiosa tendencia a abrazar el patinazo. Un síntoma de debilidad que podría enunciarse, simple y llanamente, como vértigo.

Con su comportamiento, la columna vertebral del equipo demuestra que su repertorio no incluye el dominio de las alturas. Tres cuartos de lo mismo cabría afirmar de Marcelino, cuyas directrices y preferencias no han contribuido a superar dicha deficiencia. De poco sirve ganar a los mejores en rondas previas si se defraudan las expectativas en las fechas cruciales, las que definen el signo de la temporada. De poco sirve imponerse a los mejores en mitad del calendario si en el momento del reparto de los premios no se sabe competir y se sufre ante cualquier adversario, sea potente, de medio pelo o carne de pescuezo. Si bien esto último, lo de pifiarla contra los que malamente sobreviven en la categoría, es una costumbre que no depende de la estación, puede darse en otoño, invierno o primavera y además, viene de lejos, cual tradición. Vamos, que aunque no ha dejado de producirse en fechas recientes, no es algo exclusivo de la etapa del entrenador actual.

Quedan dos partidos y pese a que si suena la flauta se asistiría a un escenario radicalmente opuesto al que ahora provoca lamentos y cabreo, se antoja razonable expresar un firme escepticismo al valorar la tarea emprendida por Marcelino en enero de 2021. Días atrás opinaba él que “sería triste” que le propusieran ampliar contrato en el supuesto de que el Athletic lograse plaza continental. Llevaba razón, como en la inmensa mayoría de las veces en que ha transmitido lo que pensaba sobre su futuro profesional. El errático proceder de Elizegi le colocó en una posición muy incómoda, pero supo desmarcarse y hacer su camino hasta que el otro día le pudo el nervio y se quejó por no ser primer plato en la agenda de los candidatos. Un desliz por parte de quien no ha dejado de repetir que el próximo presidente debe gozar de “absoluta libertad para optar por la vía que estime mejor para el Athletic”. Si el nombre de Marcelino no va asociado a ninguna de las papeletas que se utilicen el 24 de junio, será porque se entiende que hay datos e impresiones suficientes para decantarse por un relevo en el banquillo. Que los hay. Si se mira con detenimiento y perspectiva, se ven.