RA un anuncio cantado a medida que los contagios caían del árbol como fruta madura: el regreso a las restricciones ya está de vuelta. Parece claro que la soledad, en la medida de lo posible, es la solución más eficaz por mucho que nos aburra. El precio que pagamos por la previsión del futuro es la desazón que ello engendra. Vistos los números, en el aire flota una verdad que la vida ya nos ha enseñado en repetidas ocasiones: solo se aprende a través del fracaso, y lo que se aprende es la importancia de la previsión. A ello nos invocan.

En la vieja ciencia demográfica el sabio Thomas Mathus ya supo ver que la población, sin restricción, se incrementa en proporción geométrica. Y que la subsistencia solo se incrementa en proporción aritmética. Aplicada esa ley al hábitat del coronavirus no queda más remedio que bajar las barreras para que nadie cruce ese peligroso paso a nivel urbano. Volveremos, me temo, a saludarnos en la distancia y a añorar los encuentros.

Los números cantan. La ciencia ha comprobado que la expansión del virus es imparable si la población mantiene su viejos hábitos. No queda más remedio que aplicar el factor corrector aunque, como bien nos dijo la legendaria Dama de hierro, Margaret Thatcher "cada regulación es una restricción de la libertad; cada regulación tiene un costo". Cuanto antes lo comprendamos más pronto seremos capaces de habituarnos a las nuevas leyes de convivencia.

Quintiliano, aquel hispanorromano hijo de Calahorra, ya nos dijo, en su retórica, que "a eso que algunos llaman libertad, otros llaman licencia". Hoy nos van a cortar los permisos, se va a suprimir aquel pase per nocta que tanto ansiaban las personas que hicieron la mili. No será por capricho sino por necesidad pero flota en el aire que la condena de la pandemia no tiene aún fecha de caducidad.