ASÍ como una mente que se abre a una nueva idea jamás regresa a su tamaño original, el crecimiento de una ciudad, cuando uno ya pensaba que no, que era imposible dar más de sí, también conlleva un paso adelante. Ahora, cuando comienza a vislumbrarse algo que ya estaba largo tiempo anunciado, que el moderno Bilbao del siglo XXI va a crecer sobre las ruinas de su ayer más reciente para ganar una isla a sus dominios, la ciudadanía se muestra expectante. Crecer es atractivo: cuando uno es niño y adolescente mira su talla mes a mes, con la ilusión de coger altura; cuando uno madura espera agrandar su cuenta corriente y sus círculo de amistades -o al menos la calidad de las mismas...- y cuando se entra en la recta final de la vida sueña con que la meta siempre se alargue un metrito más. ¡Hasta el que usa crecepelo confía en que funcione!

Los amantes de esa vieja ley que dice que cada cosa ha de estar en su sitio piensan que la lógica te llevará de A a B. Van a tiro fijo, sin caer en la cuenta que la imaginación te puede llevar a cualquier sitio. Desde que Robert L. Stevenson, hábil con esas recreaciones (en su tumba, ubicada en una lejana isla de los mares del Sur a la que se retiró por motivos de salud, está grabado el apodo que le dieron los samoanos, Tusitala, “el contador de historias”) escribió La isla del tesoro, cualquier geografía que incluya en su atlas el mapa de una isla despierta la imaginación de cualquiera que viva con inquietud, dicho sea desde la orilla más positiva del término.

Ahora se anuncia que va cogiendo forma la isla y mucho sospecho que en cuanto el personal atisbe qué forma va cogiendo todo, se despertará el interés por hacerse con una parcela, un poco al estilo de los colonos que cabalgaron hacia el Lejano Oeste para clavar su bandera en tierra virgen. Pero pagando, claro.