NO se trata, señoras y señores, de proclamar quién tiene la razón. ¿Acaso no lo advirtió con transparencia aquel clarividente escritor, Francisco de Quevedo, cuando dijo que donde hay poca justicia es un peligro tener razón? Más allá del género que uno gaste, la conciliación de justicia y libertad. Leyes hay, claro que sí. Lo que falta es que se apliquen a campo abierto sobre la justicia que, eso no hay que negarlo, es más ciega cuando se aplica sobre la mujer que sobre el hombre. O al menos padece de otro tipo de cegueras.

Desde el púlpito de Emakunde se proyectan ahora los resultados de un estudio becado por la entidad que pone el grito en el cielo en protesta sobre el papel otorgado a la mujer en la tierra. Resulta innegable que las balas de sus palabras están bien cebadas con la pólvora de la razón. Innegable, digo. Aunque la protesta debiera expresarse con más claridad: señalar qué, quién, cómo, dónde y por qué y no quedarse en un paisaje general donde la culpable es “la sociedad y su régimen patriarcal, señalando con el dedo a unos valores atravesados por el androcentrismo, el sexismo y el machismo”, como si la desigualdad emanase solo de ese manantial.

Visto desde el banquillo de los acusados (y Dios me libre de confesarme sexista, machista o andocéntrico...), a uno le parece que la guerra hombre-mujer o mujer-hombre, que tanto da, resulta estéril. Hay especímenes que se sienten los amos del cortijo y sobre ellos (y ellas, que aun estando en franca minoría, también las hay...) resulta casi imposible la corrección; ni por las buenas de la educación y los valores (sería lo idóneo...), ni por las malas, con el retorcido brazo de la ley mal aplicada.

Pedir que cambien las proporciones del reparto, señoras y señores, es legítimo. ¡Cómo no iba a serlo! Lo que quiere decirse es que no es la solución final (perdón, la expresión suena tremebunda...) ni el bálsamo de Fierabrás. Lo que uno entiende es que sueña mejor que cada cual se lleve lo merecido. Sea mujer, varón o gatopardo.