lA política internacional muestra con demasiada frecuencia la existencia de diferentes varas de medir al evaluar y resolver situaciones análogas. También con demasiada frivolidad tendemos a construir maniqueísmos simplistas para poner etiquetas y asignar los papeles de buenos y malos, de héroes y villanos, ante conflictos interterritoriales cuya complejidad exige mayor rigor de observación y de análisis. Algo así ocurrió con la crisis de Ucrania, cuyo epicentro se situó en la península de Crimea ante la convulsa situación derivada de la presión rusa orientada a oficializar su anexión, de cuya materialización (mediante la firma del Acta por parte de Putin y los líderes prorrusos de la península que promovieron la rebelión contra Kiev) se acaban de cumplir cinco años esta misma semana.

Putin da por zanjada de forma definitiva e irrevocable la crisis: para el presidente ruso, Crimea es territorio ruso y nunca volverá a formar parte de Ucrania. Si Ucrania hubiera sido Estado miembro de la UE la opción militar hubiera implicado a todos los Estados de la Unión en defensa de la integridad territorial de un socio europeo, tal y como proclama el Tratado de Lisboa.

La invasión armada de una parte territorial de un Estado soberano (Ucrania) por parte de otro Estado (Rusia) es siempre una grave infracción de la más importante norma del Derecho internacional, sean cuales sean los motivos que se invoquen para tratar de justificarla. EE.UU. y la UE condenaron la actitud rusa imponiendo sanciones, represalias comerciales y diplomáticas y reprochando su desprecio a la legalidad interna e internacional.

El maniqueísmo no es buen consejero en las relaciones internacionales; podemos así preguntarnos qué ocurrió en la creación del Estado kosovar. La respuesta es que en el caso de Kosovo se demonizó a Serbia y la ideología supuestamente prosoberanista vino a exigir que los malos, en ese caso los serbios, consintieran la autodeterminación de sus minorías. Unos meses más tarde, en el conflicto de Osetia que enfrentó a Rusia y Georgia, los buenos (Georgia) pasaron a ojos de los mismos observadores a tener el derecho y el deber de defender su integridad territorial frente a los separatistas, y no se dudó en legitimar el brutal ataque de Georgia sobre Osetia del Sur.

Cabe recordar ahora que Rusia cedió Crimea a Ucrania en 1954. Lo confirmó posteriormente en 1994, bajo unas premisas que incluían todo un elenco de garantías dadas por Ucrania para la flota rusa en las bases de Crimea. Desde un punto de vista jurídico no hay respaldo normativo internacional a la decisión rusa sobre Crimea; esto está claro. Pero hay demasiado ruido diplomático y no hay que olvidar que la Unión Europea ha vuelto a mostrarse como un socio internacional débil y poco creíble.

A cinco años vista de aquella crisis ucraniana se sabe que de facto hubo un acuerdo entre ciertos líderes europeos (entre ellos, en aquel momento, David Cameron, Hollande y Merkel) y Putin. Fruto del mismo Yanukóvich dejó el poder. Se acordó establecer un gobierno interino de concentración nacional orientado a recuperar la paz social interna y preparar nuevas elecciones presidenciales. Era una hoja de ruta bien clara. Y llegó el golpe de Estado en Kiev. ¿Qué hicimos de hecho los europeos? Mirar hacia otro lado, no respetar lo acordado. Esto no justifica la decisión rusa pero cada uno debe asumir su responsabilidad.

La UE reitera que no reconoce y sigue condenando esta violación del Derecho internacional, un desafío directo a la seguridad internacional, con graves implicaciones para el orden jurídico internacional que protege la integridad territorial, la unidad y la soberanía de todos los Estados, tal y como ha apuntado con motivo del quinto año de la anexión rusa de la península de Crimea Federica Mogherini, Alta Representante de Exteriores de la UE, que ha instado a todos los países de la ONU a seguir el camino comunitario de imponer sanciones.

La jefa de la diplomacia europea reafirma que “la UE no reconoce ni reconocerá la celebración de las elecciones de la Federación de Rusia en Crimea” y alerta de la “creciente militarización” en la región y del “grave deterioro de la situación de los derechos humanos”.

No obstante, para todo ello es imperativo conseguir la unanimidad en el seno de la UE. En un momento en el que toma fuerza la propuesta alemana, avalada por la Comisión Juncker, de eliminar el consenso y aprobar decisiones en política exterior por mayoría cualificada, las divisiones sobre el marco de acción en el tablero de ajedrez mundial afloran entre los Estados miembros.

En el caso de Rusia siempre ha sido así: Italia lidera junto a Chipre o Grecia el bloque de países que pisan el freno a la hora de tomar medidas contra el Kremlin. En el otro lado, Polonia encabeza a Estonia y Lituania entre los que piden más mano dura. Estas divisiones harán difícil imponer nuevas medidas restrictivas a Rusia por la crisis de Ucrania.

La sui generis (desde el punto de vista de los clásicos cánones militares) invasión rusa debiera haberse resuelto con diplomacia y el trabajo debe comenzar por un necesario impulso orientado a garantizar que las autoridades ucranianas respeten y fomenten la heterogénea composición étnica, religiosa y cultural del país y respeten los complejos equilibrios geoestratégicos de la región.