SÉ que empiezo a resultar obsesivo con este asunto pero no puedo evitar asistir con irritación al modo en que se construye opinión y se hace proselitismo de una determinada forma de encastillar el concepto de progreso en política por parte de amplios colectivos opinadores que miran por encima del hombro las sensibilidades nacionalistas ajenas. Es un discurso sobre el bien general, el equilibrio y la igualdad que aplican sistemáticamente como cortafuegos de las reivindicaciones nacionales de quienes no disponen -disponemos- de un estado para darles satisfacción. Lo hacen ejerciendo la propiedad de un concepto de ciudadanía que homogeneiza por contraste con lo diferencial. No hay en ello un ejercicio de integración desde el respeto sino desde el señalamiento: los nacionalistas periféricos son decimonónicos, argumentan un minuto antes de aplicar su propia convicción historicista de los “500 años de historia común”. En su opinión, la globalización no admite dividir en porciones más pequeñas que el todo nacional español porque se debilita frente a terceros. Quienes miden la importancia cultural, social y económica al kilo necesitan de todos los kilos. Nunca ajenos, nunca seducidos, nunca adheridos. Así, se reprocha a los que quieren desgajar una parte como si su todo fuera constante desde el principio de los tiempos. Esa concepción patrimonialista de las realidades ajenas, a las que admiten en su floclorismo pero no en su derecho a ser, era antes más propia del conservadurismo rancio. Pero, ahora, el progresismo que se tiene por más vanguardista la practica con la misma convicción que en su día lo hizo el despotismo ilustrado. Al fin y al cabo, ellos son el progreso.