HACE justo un par de meses, el investigador Steffen Olsen difundió una imagen impactante y reveladora. Un grupo de siete perros parecían caminar sobre el agua tirando de un trineo en un fiordo de Groenlandia. La superficie que mostraba la fotografía debería ser hielo, pero buena parte de él se había derretido a consecuencia del cambio climático provocando la inundación. La publicación de esa imagen tenía como objetivo concienciar sobre los graves riesgos que implica el deshielo, y muy en concreto los problemas que genera a la población. “Las comunidades de Groenlandia dependen del hielo marino para tareas de transporte, caza y pesca”, decía Olsen.

Ignoro si la profusa difusión de la foto tiene algo que ver, pero no encuentro otra explicación plausible que explique que un tal Donald Trump conozca de la mera existencia del pacífico y trabajador pueblo de Groenlandia, aunque siga siendo incapaz de colocarlo siquiera en el mapamundi. Así que el presidente norteamericano, declarado negacionista del cambio climático, se apresta a comprar la isla con el fin de expoliar sus recursos naturales. En realidad, Trump no pretende hacer nada distinto a su quehacer habitual: comprar. Lo mismo da comprar voluntades, empresas, gobiernos, políticos o muros. Que en Dinamarca, país al que pertenece Groenlandia, se lo hayan tomado a cachondeo no debería llamarnos a engaño. Lo que Trump no pueda comprar, tratará de poseerlo o esquilmarlo por otros medios. O destruirlo. Siempre podría convertir Groenlandia en un parque temático del negacionismo y montar allí una fábrica para sus pajitas de plástico.