VENIR en pleno mes de agosto a apostolar sobre el momento de la economía vasca resulta pretencioso, lo sé. No es que tenga esperanza de que a ningún apreciado lector o lectora le cambie la perspectiva, que cada cual sabe lo que le cuesta llegar a final de mes, pero sí me da la impresión de que vamos asimilando que la crisis nos ha dejado más pobres de lo que éramos -que no falta razón- y perdemos la perspectiva de que hace once años que empezó esto, que el ciclo de recesión más profunda ocurrió en Euskadi no en el primero ni en el segundo año y que, aún así, estamos rozando niveles récord de afiliados a la Seguridad Social y creando empleo neto. No es Jauja; todavía hay una precariedad endémica en no pocos sectores y una lastrante dependencia de los sistemas de ayuda social que alcanza a un porcentaje excesivo de la población ocupada. Se puede uno dejar la piel en el trabajo y no llegar a fin de mes. No es una situación generalizable ni en su extremo más sangrante ni en el más opulento. Tampoco se trata de que nuestra mirada sobre la economía vasca se centre en la mediana y pierda de vista esos dos lados. No, no tenemos un país en el que campa la miseria y la explotación. Y tampoco, tampoco atamos los perros con longaniza. La polarización de la renta tampoco es original nuestra ni tenemos una fórmula propia para resolverlo. Pero, mes tras mes, la economía aguanta mejor que en la UE, la industria sigue siendo tractora y, a pesar de la conflictividad, las empresas siguen abriendo y pagando a fin de mes. No es el Paraíso ni el Apocalipsis. Y los datos estadísticos no dan de comer ni pagan facturas pero algo querrán decir.