Hace cuatro años, concretamente el 17 de junio de 2007, el Levante perdía en San Mamés por 2-0 y el Athletic evitaba de aquella manera el descenso a Segunda, posibilidad que jamás antes en su dilatada historia estuvo tan cerca de consumarse. El Levante jugó aquel decisivo partido convenientemente desbravado por las maniobras orquestales en la oscuridad, ya me entienden, que previamente había realizado la directiva rojiblanca, entonces presidida por Ana Urkijo.
Cuatro años después, el Levante ha vuelto a San Mamés sin alicientes extraordinarios (ya me entienden) pero sin apenas motivación y una coyuntura deportiva en el bando rojiblanco radicalmente diferente. Sin embargo a mí de dio toda la sensación de asistir al final de un ciclo. Si al Levante no le iba casi nada en el envite, y eso se notó en la escasa intensidad que pusieron sus jugadores, daba la impresión de que a los chicos del Athletic también les importaba un pimiento el asunto, pues jugaron con parsimonia, sin emoción y escaso sentido del juego, lo cual no se comprende en un equipo que aspira a una plaza europea y con la obligación de recomponer su maltrecha figura tras haber hecho el ridículo ante el Espanyol.
Sin embargo el Athletic parece que está sobrado. Le bastó agarrarse a la percha de Llorente, siempre fundamental aunque no esté en un momento más dulce; la frescura e imaginación de Muniain, la tensión defensiva de Ekiza, el gran descubrimiento de la temporada; el generoso y eficaz esfuerzo de Toquero y cuatro gotas de calidad de David López para meterle tres goles al equipo valenciano y tumbarse después a la bartola. A poco que reaccionó el Levante se puso en evidencia la inconsistencia del Athletic.
Pero ganó. Y perdieron el Sevilla, Atlético de Madrid y Espanyol, sus rivales en la carrera por entrar en la Liga Europa. La paradoja es manifiesta: el Athletic cada vez juega peor, y sin embargo la fortuna acude presta a devolverle la vitalidad, y la ilusión a su fiel parroquia, que asiste asombrada al sortilegio.
O dicho de otro modo. El Athletic está con las fuerzas justas, se deshace física y futbolísticamente, pero resulta que a sus rivales directos también les pasa lo mismo.
He aquí el tema. La hinchada está en disposición y derecho de exigir a coro el todos queremos más porque el Athletic tiene hechuras para hacerlo, pero no hay manera. Cuatro años después de aquel tenebrista Athletic-Levante pudimos asistir a una sosegada reedición del encuentro, para mayor gloria y reconocimiento de Joaquín Caparrós, especie de Moisés que ha sabido conducir a las tribus rojiblancas hasta las tierras de la abundancia. Como saben, Jehová no renovó el contrato al personaje bíblico y me da la impresión de que García Macua tampoco quiere ligar su futuro proyecto al técnico sevillano para no correr riesgos, según se desprende de su sospechoso silencio, intuyendo que puede convertirse en un mal compañero de viaje electoral.
En la emisora episcopal daban por hecho el pasado sábado que el próximo destino de Caparrós es el Atlético de Madrid, y teniendo en cuenta que decir mentirijillas en la radio de los obispos es pecado probablemente habrá mucho de verdad en dicha especulación, por más que el aludido se haga el orejas.
Lo cierto es que cuatro años después, gracias a Caparrós, el Athletic mira el cisco del descenso desde su privilegiada atalaya, y eso es lo que ahora importa, y mañana se dispone a condenar al infierno al Deportivo del místico Lotina. ¿O no?
Las dudas son más que razonables.
Con la Liga en manos azulgranas y José Mourinho rumiando su orgullo refugiado en un silencio cartujano (madre del amor hermoso ¿ya podrá sobrevivir este circo sin sus bravuconadas?), la lucha para eludir el descenso ha cobrado una dimensión incendiaria, donde santos y vírgenes acaban estresados con tanta encomienda de la devota hinchada. Pongamos el providencial capote de San Fermín a Osasuna, junto al Ebro, desairando a la mismísima Pilarica.