Cuando uno recibe un encargo, por pequeño que sea, sabe que tiene la responsabilidad de llevarlo a cabo de la mejor forma posible. Lo sabe la niña a laque le mandan a por pan, lo sabe el aprendiz que comienza a trabajar en un taller, lo sabe cualquiera al que le hayan puesto a hacer fotocopias en una oficina y lo sabe el futbolista que debuta con el primer equipo del club de sus amores. Darlo todo, hacer las cosas bien, cumplir con la misión encomendada.

Sin embargo, cuando uno recibe la confianza de los suyos para representar unas ideas, una forma de pensar o una posición política ante la sociedad… esa responsabilidad crece de forma significativa, se multiplica de forma exponencial. Y es que lo que toca en ese caso no es poca cosa: se trata de defender un legado y un historial, hablamos de encarnar un proyecto y hasta personificar la forma de pensar de todo un colectivo. Ser cara visible, en definitiva.

Todo esto de verse frente a un micrófono una cámara transmitiendo de la mejor forma posible la manera de ver el mundo de muchísimas personas, lo reconozco, puede suponer un enorme peso sobre los hombros… Pero nadie que se haya visto en una situación de ese tipo puede negarlo: la ilusión supera con creces a esa presión y a esa responsabilidad.

¿Y es que hay algo que pueda motivar más que emular a quien has admirado y algo que pueda ilusionar más que poner tu granito de arena para construir el futuro? En esta campaña electoral que ya ha arrancado, quienes tenemos la enorme fortuna de figurar en la primera línea de la política vamos a tener la responsabilidad de representar a nuestras ideas, pero no nos va a faltar la ilusión. En mi caso, la ilusión de hablar de los retos de futuro que tenemos ante nosotros y de hacer propuestas para mejorar la vida de las personas que viven en nuestro País. La ilusión de hacer de Euskadi un país todavía mejor.