Marengo, Pellaud y Rivi, tantas veces juntos en fuga, tienen la confianza para hablar sottovoce y contarse cosas íntimas. Tantos paisajes, viajes y kilómetros compartidos dan sentido a una vida huyendo. Hermanos de asfalto. Marengo, Pellaud y Rivi poseen el aura de los antihéroes. Responden al arquetipo de la generación beatnik, a los personajes que Jack Kerouac, él era uno de ellos, colocó en ese viaje iniciático, En el Camino. "No sabía a donde ir excepto a todas partes", dice uno de ellos en la novela. Marengo, Pellaud y Rivi iban hacia delante, pero sin destino. Un petate, la carretera y el viento en el rostro. Vitalistas, vagabundos, bohemios y soñadores. El viaje era el destino. El aquí y el ahora.

Giacomo Nizzolo se ha obligado a pensar de esa manera para amortiguar el pasado. Demasiadas derrotas le recuerdan sus casis en el Giro. Once veces segundo. Tan cerca y tan lejos. Pero Nizzolo, campeón de Europa, no se vence. Es entusiasta. No se rinde. Desde esa esquina de la esperanza, Nizzolo se colgó la mejor de las sonrisas. Felicidad pura. Liberado de las cadenas de los recuerdos tristes, estalló de emoción en Verona en un esprint atípico, manoseado por Affini, que lo desordenó con un movimiento inesperado. Tal vez porque la volata no siguió el cauce habitual, Nizzolo, que se lanzó como un poseso, venció. Cuestión de fe.

La fe también está inmersa entre los fugados, que manejan el mismo lenguaje, el de la libertad. El roce hace el cariño, pero la convivencia desgasta. Pellaud, un suizo que reside en Colombia, se enfadó porque Marengo y Rivi se enredaron. Al suizo no le gustó el juego que se traían los italianos. Pellaud decidió rodar en solitario unos kilómetros para castigar el comportamiento de Rivi y de Marengo. La rabieta duró lo justo. El viento aireó el cabreo del suizo. Los tres siguieron en sintonía por la planicie entre Rávena y Verona, anillados en sus sueños rebeldes, en su búsqueda de sí mismos, a modo del monólogo interior de Kerouac. Pero el ambiente estaba enrarecido. No tardaron en enfadarse de nuevo los tres, malcarados los italianos con el suizo.

El otro viaje era rutinario, numeroso y armonioso. El pelotón representaba el turismo de masas siguiendo a un guía sin demasiado entusiasmo. Todo era ordenado, cada uno en su asiento, con los suyos tirando fotos para la colección de postales. Nada de pretensiones. El trazado era un plato de sopa y nadie salpicaba una ola. Los favoritos encendieron el modo ahorro. Nada de desgaste en la víspera de la aproximación al Campo Base del Zoncolan, la mole desafiante que descansa resoplando, que zarandeará los cuerpos a su antojo, como el viento juega con las coladas del tendal. En el grupo dieron carrete a la fuga hasta que los equipos de los escasos velocistas que soportan la tiranía del Giro armaron el mecano del esprint. El pelotón estiró el brazo y tiró de las orejas de los fugados para recolocarlos en el estante del anonimato.

AFFINI, A PUNTO DE SORPRENDER

Aguardaba una pista de despegue. Los trenos de los velocistas tiraron los raíles para encarar las calles de Verona, la ciudad en la que Shakespeare ambientó el mito romántico y la tragedia de Romeo y Julieta. Veronés es Elia Viviani, el hombre rápido del Cofidis. La historia de amor de Viviani con el Giro no alcanza para una obra teatral. No posee esa carga dramática ni emocional. La de Nizzolo, sí. El campeón de Europa deseaba unirse para siempre a su memoria, pero nunca había encontrado la llave para abrir esa puerta a la gloria. Ese vínculo lo descubrió al mundo Óscar Freire, el genio cántabro. Freire conquistó su primer Mundial en Verona. Nadie le esperaba, pero la historia está repleta de recovecos inesperados, de descubrimientos maravillosos.

Affini trató de reproducir esa escena. Salió del bosque de velocistas y descompuso la sincronía del esprint. La lógica, hecha añicos. De repente, todo viró. Affini abrió hueco. Segundo en la crono de Turín, estuvo a una manecilla de la gloria, pero brotó entonces el entusiasmo de Nizzolo, salvaje, maravilloso, hambriento. El italiano conquistó su mejor triunfo después de ocho participaciones en el Giro, de acumular un océano de sinsabores. Nizzolo descubrió la paz en Verona. Allí se exilió Dante Alighieri, que escribió La Divina Comedia. Infierno. Purgatorio. Paraíso. Nizzolo, once veces segundo, recorrió ese esquema para encontrar la redención. Al fin un flechazo de amor con el Giro que tantas veces le negó, que tanto le hizo sufrir. Nizzolo acierta en el corazón de Verona.