Probablemente, el concepto de cumplir los sueños sea uno de los más manidos. En cierto sentido ha perdido significado de tanto manosearlo. Impreso hasta en las tazas de desayuno. Nada más mundano para una idea tan rotunda y bella. Pero en ocasiones, los sueños se cumplen. Taco Van der Hoorn cumplió punto por punto con esa fábula para salir victorioso en Canale después de agarrarse a un viaje imposible. El neerlandés, un secundario, lejos de los camerinos del WorldTour, instalado en un equipo invitado, obró el milagro. Van der Hoorn armó el taco.

Por eso, cuando arribó al paraíso, sorprendido de sí mismo, emocionado hasta el tuétano, se tapó la boca como los niños que quedan extasiados ante el mejor de los regalos. A Van der Hoorn nadie le regaló nada. Después se agarró la cabeza. Incrédulo. Aunque nunca dejó de creer. Cuestión de fe, se construyó un altar. Eso le dio un triunfo por el que apostó sin disimulo Sagan, al que le quedó la penitencia. El eslovaco no contó el neerlandés desconocido.

Van der Hoorn tumbó a todo el pelotón para obtener su mejor victoria, esa que imaginaba, que garabateaba cuando pensaba en ser campeón. Van der Hoorn llegó a la Luna a través del Giro. Vida color de rosa. El neerlandés fue el mejor de la fuga, que se deshizo en un juego de muñecas matrioskas. En una carrera de eliminación, solo él quedó en pie. Honor y gloria para el último hombre. El único capaz de sobrevivir a la cacería. La manada de lobos no pudo apresarle. Los velocistas erraron el cálculo. Cimolai fue segundo y Sagan, tercero. Victorias así, lejos de las matemáticas y el código penal del pelotón, dan sentido a los hombres que se fugan del Alcatraz del sentido común. Van der Hoorn rompió los grilletes para celebrar una maravillosa locura. Un tratado de épica.

Van der Hoorn, Van der Berg, Albanese, Rivi, Ponomar, Pellaud, Zoccarato y Gougeard embistieron con furia para encarar un recorrido revoltoso, tallado por el cincel que anida en el espíritu de las clásicas. La lluvia moqueó en el inicio. Un aspersor de inquietud. El tintineo de las gotas en el casco advirtió a todos sobre el peligro. El Giro haciendo honor a su nombre, a su currículo y su historia el día que celebraba la primera maglia rosa. La prenda que abotona el Giro cumple 90 años. Un anciano venerable con la exuberancia y la pasión de los veranos de la adolescencia.

Entre los viñedos maduraron los fugados, vinos jóvenes, peleones, ningún gran reserva. Ponomar es el más joven del pelotón. Apenas tiene pasado. Tiene 18 años. Los odiosos ocho, tipos que hablaban con la mirada, sin necesidad de la mímica porque había química entre ellos, cazarrecompensas con el único salario de salir adelante, se embolsaron varios minutos en el petate de la esperanza. La carretera era una aliada y todavía no había mostrado la corona de espinas. El pelotón dejó hacer hasta que sonó la corneta. Llamada al orden.

El Bora, los trompetistas de Sagan, y el Alpecin, los coristas de Merlier, soplaron con fuerza para que no decayera el nivel de los decibelios. En Piancanelli, la primera grupa, Albanese tiñó aún más de azul el maillot de la montaña. Cambió el paisaje, con la lengua de asfalto encogida, a dieta, apretada por el sargento verde de los bosques y el aliento del Bora, los porteadores de Sagan. El eslovaco quería la gloria. Sin la explosividad de antaño en los esprint, Sagan dispuso la lijadora del Bora para ir laminando a sus rivales, para horadarles el ánimo y tacharles para el combate.

Es su nuevo método, la capacidad de adaptación al medio. Darwinismo. Bajo ese mandato, Sagan eliminó a Ewan, el cohete de bolsillo, penitente ante la exigencia. Sin mecha. Nizzolo, otro velocista, también penaba. Un calvario entre viñedos. Castigo en Castino, otra cota. Bora continuó con su tortura. Gaviria, que salvó el pellejo en Novara por las nuevas vallas, se tachonó a Sagan.

Los fugados se desgajaron sin más entente cordial que el de la supervivencia. Pellaud, Zoccarato y Van der Hoorn se adelantaron en Manera, una chepa que torció el gesto a Viviani. En la cota, Bahrain se hizo un hueco para guiar a Landa, para esquivarle de cualquier problema. Guarene, un repecho sin tipografía en el libro de ruta, sin categorizar, agitó la coctelera. Los favoritos se reunieron en cónclave. Nadie se fiaba de una subida tensa. Pello Bilbao, siempre en el lugar exacto, trazó la cordada para Landa. Evenepoel, que desea el rosa de Ganna, se mostró.

El repecho lo plegaron deprisa. Sin titubeos ni pestañeos. Ciccone y Gallopin dieron velocidad al grupo, al que se agarró con los dientes Viviani. Van der Hoorn y Pellaud resistieron. Aún tenían 30 segundos de oxígeno sobre el pelotón. Ciccone y Gallopin, que recogieron a Zoccarato, les rastreaban. Van der Hoorn ahogó a Pellaud. Lo estranguló con la corbata del convencimiento. El neerlandés creció a través del orgullo. Lucha obrera. Puño en alto. Alejó a sus perseguidores coceando los pedales. Instinto animal.

GRAN PERSECUCIÓN

Ciccone y Gallopin se desgañitaban tras Van der Hoorn, un descamisado en busca del jornal, de migas que son un banquete. Aniquilado el Bora, que se quedó en los huesos, desconchado por su propio esfuerzo, el UAE de Gaviria comprendió que debían remangarse si querían acabar con la quimera del neerlandés, que pedaleaba sobre un caballo de tortura.

Atracando, sufriente, valeroso. Una criatura del Greco. El empeño de Van der Hoorn resultó conmovedor. Su victoria fue una maravilla. Un canto a la esperanza de los parias. Un hombre contra el mundo. El neerlandés revirtió el orden establecido. En el territorio de los poderosos, Van der Hoorn fue el triunfo de todos los humildes. Un rayo de esperanza. Larga vida a Van der Hoorn.