LA fecha es difícil de concretar, tal vez imposible. La memoria tiene sus límites y los recuerdos de hace un siglo son destellos en medio de una niebla de postales del pasado. El lugar sí tiene un nombre: Ondarroa. En medio de una tormenta de entusiasmo, éxtasis y algarabía, se yergue un hombre alto y fuerte rodeado por la multitud. Un ciclista. A Cesáreo Sarduy se lo llevaron en volandas los brazos que lo admiraban, las manos que le aplaudían. En medio del entusiasmo, a Sarduy le arrancaron de la bici a tirones. Al vuelo, como a una estrella del rock por el mar del público que lo adora. Al gentío, eufórico con la llegada del ciclista al pueblo, le dio por meter al corredor en una tinaja repleta de agua para “limpiarle y ponerle guapo”. Ese fue su recibimiento. El bautismo del héroe. Después de aquel baño, Sarduy, tiritando, paralizado por el frío, enfermó. “Casi muere sobre la bicicleta”. Sarduy, congelado, una pulmonía llamándole a cada pedalada, se tuvo que bajar de la bicicleta en Plentzia para no morir sobre la bici, convertida en un potro de tortura. El pasaje, en el intermedio de la Vuelta a Bizkaia, enmarca el episodio del ciclismo épico, aventurero, el pionero, el de los locos años veinte del pasado siglo y las bicicletas, hierros, de un solo piñón. Rafa Sarduy, hijo del gran Cesáreo, un tipo fuerte, fornido, resistente, uno de los mejores ciclistas de la época, evoca desde la memoria aquellas odiseas en bicicleta. Era un mundo para valientes y aventureros, para tipos con ojos de descubridores. A Sarduy, en un día de perros, de agua y barro en carreteras que eran trincheras, porque las carreteras eran caminos en todo caso, quisieron embellecerle su estampa de hercúlea al arribar a Ondarroa. Con el baño, su maillot de lana, sucio en medio del temporal, recuperó el color original. Rojo y blanco. Con la A y la C sobre la pechera. Athletic Club.

Hubo un tiempo, un siglo atrás, en que la entidad bilbaina, presidida por el Conde de Villalonga, y otros clubes de fútbol como el Arenas, la Real Sociedad, que nació del Club Ciclista San Sebastián, el Real Madrid o el Barcelona (entonces Sociedad Deportiva Sans), anidaron equipos ciclistas en sus estructuras. La historia del Athletic a pedales fue efímera, pero sirvió como catalizador de aquel ciclismo iniciático que brotaba más allá de la bicicleta como medio de transporte y miraba al entretenimiento y la competición. “Pertenecer a un club era la única forma de correr por aquel entonces. No había equipos como los de hoy, todavía no existían los equipos de marcas comerciales, así que la gente se inscribía en los clubes y cada uno corría para sus intereses, a su aire. Era un poco sálvese quién pueda”, desgrana Rafa Sarduy. En los años 20, los del charleston, en la España en blanco y negro gobernaba la oscuridad de la dictadura de Primo de Rivera, amante del orden. Como sucede con los tiranos, estaba decidido a que nadie le alterase el férreo control militar sobre la ciudadanía. Los clubes de fútbol eran parte importante de la sociedad, instalados en el humus de lo colectivo, así que se convirtieron en el cauce natural para que aquellos ciclistas primigenios pudieran competir con unas monturas antediluvianas mientras la cámara de la bicicleta les cruzaba el cuerpo a modo de armadura. Aquellos ciclistas eran Quijotes modernos. Su rocín, una bicicleta que pesaba un quintal.

Sobre aquellos hierros se competía a jirones del alma. Ante la precariedad de medios, eran los propios ciclistas los que armaban las carreras. “Montaban las pruebas ellos mismos. Se iban con la pancarta y con la mesita para apuntar los participantes y los tiempos. Organizaban la carrera y la corrían. Además, a las carreras solían ir en bici porque el tren costaba una pasta, así que se pasaban el día en bici”, describe Fernando Ibáñez de Elejalde sobre las andanzas de su abuelo, Fernando, que también vistió los colores del Athletic, un equipo que contó, entre otros, con Cesáreo Sarduy, Domingo Gutiérrez, Segundo Barruetabeña, el bertsolari Balendin Enbeita, Urretxindorra, y Francisco Cepeda, que militaba en el Athletic cuando fue cedido al Real Madrid por motivo del servicio militar. Aquellos argonautas del ciclismo eran los máximos exponentes de un deporte que se asomaba con fuerza en una sociedad que compraba las bicicletas a plazos. Los coches eran una quimera y el tren, un lujo asiático. “Para la gente, aquellos corredores eran unos héroes, gente muy querida por el pueblo”, describe Rafa Sarduy. Por eso impactó tanto en la sociedad vizcaina la muerte de Francisco Cepeda, quien falleció años después, en el Tour de Francia de 1935. El corredor sufrió una brutal caída en el descenso del Col del Galibier, en la octava etapa de la carrera francesa. Cepeda murió tres días después en el hospital de Grenoble como consecuencia de las graves lesiones que le provocó la caída.

Muy lejos del dinero que agita en la actualidad el profesionalismo, en los clubes se imponía el amauterismo. Nadie cobraba un sueldo. Era impensable. Vivir del ciclismo era un sueño de locos, algo así como pretender llegar a la Luna de un salto. El Athletic no pagaba, pero daba unos zapatos. Otra forma de pago. Los zapatos eran un tesoro en una época en la que la gente se alimentaba de los olores, en la que nada sobraba. Un tiempo en que la necesidad no era virtud, solo penuria. “Por correr en el Athletic, a mi abuelo le daban unos zapatos. Pero es que hay que situarse en aquella época y unos zapatos eran la leche”, enfatiza Fernando. “El dinero que había en el ciclismo estaba en los premios que se repartían por ganar las carreras. No había sueldos. Era otra historia”, añade Rafa Sarduy.

Su padre, Cesáreo, natural de Muxika, que trabajaba en el caserío natal, apostó por la bicicleta a los 22 años. A su manera fue un profesional porque ganó varias carreras y pudo ganar algo de dinero. Solo el triunfo llenaba algo el bolsillo. Mientras corrió, hasta 1930, dejó las tareas del caserío a un lado para acoplarse a los rigores de un ciclismo balbuceante, recién nacido, que apenas gateaba. Los ciclistas, sin una retribución económica que les financiara, se convirtieron en unos francotiradores y cazarrecompensas, tipos valientes y entusiastas que se lanzaban a la aventura con el convencimiento de los visionarios. Si bien, corrían “casi siempre cerca de casa”, para poder volver al hogar. Pedaleando, claro. Viajar era un auténtico lujo, algo casi prohibitivo. La única certeza para poder regresar “era ganar premios y tener dinero para pagar el viaje de vuelta. Si no, no sabías si podrías volver a casa”, refleja Sarduy.

el tirón del velódromo El rudimentario almanaque de ruta aglutinaba unas 25 pruebas en el calendario vasco-navarro entre campeonatos territoriales, carreras de pueblo, alguna que otra vuelta y otras tantas clásicas. Era la miscelánea del ciclismo que se abría paso. En ese calendario, las pruebas en el velódromo se convirtieron en un imán para seducir al público y atraer a las masas, a las que el ciclismo fascinaba. La competición sobre el anillo era un acontecimiento, una celebración, y el modo de lograr dinero del público, que pagaba entrada por asistir al espectáculo que ofrecían los ciclistas. En Bizkaia sobresalió el velódromo de Ibaiondo, en Las Arenas; mientras que en Gipuzkoa brillaba el oval de Anoeta, en Donostia. “A las carreras del velódromo asistía mucha gente que pagaba por ver a los corredores”, subraya Sarduy. De algún modo, el velódromo era un recinto cerrado que evocaba a los estadios de fútbol. Imperaba la misma lógica. Se ofrecía un espectáculo deportivo en un lugar con un aforo concreto y quien quisiera asistir debía pasar por taquilla. El ciclismo, cada vez más popular, llenaba las gradas.

En medio del velódromo no resultaba extraño contemplar la figura de José María Villalonga, el Conde de Villalonga, máximo mandatario del Athletic en el curso 1922-23. El presidente del club repartía los trofeos y las condecoraciones en alguna de esas citas que aglutinaban a cientos de entusiastas. La singladura del Athletic, que también organizó carreras, en el ciclismo fue fagocitada por el leviatán del fútbol, prioridad del club en el pespunte de los años 30 a medida que crecía la estructura de la entidad y el empuje del balón como hilo conductor de la sociedad. “De alguna manera, desde Europa, pero sobre todo desde Francia, comenzaba de algún modo a profesionalizarse el ciclismo”, recuerda Sarduy de aquella época primitiva del ciclismo. Las marcas de bicicletas, auténticos objetos de deseo, un lujo para muchos, comenzaban a patrocinar a algunos equipos. Las marcas de bicis estaban cosidas a los nombres de los campeones. “Se decía que fulanito o menganito había obtenido la victoria sobre tal o cual marca de bicicleta”, añade Sarduy. Nada como el marketing del triunfo para vender.

El ciclismo abría la puerta al profesionalismo con tímidos empujones que partían desde la prensa, aliada inequívoca del crecimiento de la especialidad por su capacidad tractora, su narrativa, esa mezcla de épica, de supervivencia, de constancia, de pasión y el punto de locura que evocaba la vida de los héroes a pedales. Un deporte que conecta con lo más profundo del ser humano, que atrae al pueblo. Los propietarios de los periódicos conocían el poder de esa conexión. Con el ciclismo como sostén, L’Auto impulsó al Tour, la Gazetta dello Sport tiró del Giro y el Excelsior alimentó la creación de la Vuelta al País Vasco, que salió a la carretera por primera vez en 1924. La bisagra ciclista del Athletic, sin embargo, cedió con los nuevos tiempos tras unos años agarrado al manillar del ciclismo. “Para entonces se pensaba en la contratación de un director deportivo extranjero y el equipo era un tema de dinero”, desliza Sarduy. El ciclismo, que había sido un asunto de entusiastas, de pioneros y alocados, perdió rueda en la expansión del club. El fútbol era el rey, el vellocino de oro, el reino de un Athletic que dejó de dar pedales para dar patadas al balón. Se impuso la camiseta de fútbol sobre aquel maillot del Athletic.