Los finales son los mismos para Julian Alaphilippe, señor de la victoria, dueño del podio. El galo, con ese aire bohemio de pintor de Montparnasse, es un competidor feroz desde todos los ángulos. Un campeón de punta a punta. Nada se le resiste al francés, enamorado de la Itzulia. Continúa Alaphilippe su idilio con las carreteras vascas, sean estas de asfalto o de tierra. Qué más da. Él sigue siendo el mismo. Mejor, incluso en el sterrato, que provocó la histeria en el pelotón en una acción promovida por el Astana, el equipo dispuesto a la revolución, a convertir la carrera en un infierno para el resto. Ganar o ganar. La actitud belicosa de los kazajos sirvió para tachar a Adam Yates, desgraciado en la tierra blanca. Un fundido a negro para él, desprendido de la Itzulia, a 1:11 del líder, Maximilian Schachmann, que se mantiene erguido en las alturas a pesar de que Alaphilippe, amenazador, le rapó unos segundos. El francés es segundo, a cinco segundo del alemán. Está a media victoria de distancia. Kwiatkowski, tercero, necesita una.

Alaphilippe se embolsó 10 segundos de bonificación y ventiló su virtuosismo en Gorraiz, donde Omar Fraile, fenomenal el vizcaino, la apuesta del Astana para ayer, fue cuarto. “Toqué el freno a 300 metros y con estos gallos, luego es imposible”, dijo. Al galo le impulsó hacia el cielo el magnífico trampolín del Astana y su pelotón de forzudos, que lograron que Ion Izagirre avanzara hasta la quinta plaza de la general a través de las bonificaciones. “El trabajo del equipo ha sido para aplaudir”, dijo el de Ormaiztegi, con más sonrisa que en Zumarraga, pero menos que Alaphilippe, que luce dentadura enmarcada en la perilla. Su marca. El retrato de la victoria. Copyright. El triunfo espléndido del francés comenzó en la cicatriz blanca, de arena, tierra prensada. Uno de sus recuerdos. Otro souvenir.

Camino de Gorraiz los ciclistas se teletransportaron a las evocadoras veredas pálidas de la Toscana, al recuerdo de la Strade Bianche, un paraje delicioso para rastrear viñedos, degustar vinos y para una clásica. En marzo Alaphilippe conquistó la gloria en el palio de Siena, una ciudad medieval a través de la arena. Gladiador. A extramuros de Gorraiz vociferó el sonido del látigo. Gorka Izagirre era el maestro de ceremonias. El chasquido inmisericorde del Astana, con la antorcha encendida, quemándolo todo a su paso. Estrategia de tierra quemada y polvo blanco en el rostro en una carretera de ceniza. “El sterrato ha sido una mierda”, reflejó Mikel Landa tras salvar el día. El deseo del Astana se aceleró a los dominios del Movistar, cerca del castillo donde se concentra todo los años.

A las fortalezas no se entra tocando la puerta. Ni aunque uno sea el cartero y toque dos veces. Las fortificaciones exigen el asalto bárbaro o el ingenio de Julio César y sus legiones. Alaphilippe maneja ambos registros. Cuando los galos se encerraron defendiéndose tras los muros, el general romano los aisló aún más construyendo un muro aún mayor, rodeándolos. Los galos, totalmente aislados, se rindieron por falta de víveres, enterrados en el empeño de su autodefensa. Después de un viaje tortuoso por uno de los tramos de sterrato, donde Astana deshilachó el pelotón, sostenido por un hilo, Schachmann, el líder, optó por sabotear al Astana sisando una bonificación en Ibiriku. Cortó el sedal del carrete de la muchachada de Vinokourov. Lutsenko, uno de los corceles kazajos, pestañeó más de la cuenta y el alemán, potente, se colgó tres segundos en la pechera.

LA DESGRACIA DE YATES Era una guerra declarada. Ciclismo desenmascarado. Nada de fogueo. Incluso el ligero y despreocupado Alaphilippe, un ciclista repleto de clase, tuvo que empeñar más esfuerzo después de pinchar en asfalto el despecho de los kazajos, que se rompieron la camisa. “Tuve que cambiar la bici dos veces”, expuso Alaphilippe. El Astana, que solo entiende el ciclismo al toque de corneta de la ambición, desechó cualquier opción de respiro. Todo era acelerado, salvaje, abrupto. Ciclismo con fórceps. Ion Izagirre, apenado en la crono del primer día, sacó una media sonrisa cuando se hizo con una bonificación. Los segundos son oro en la Itzulia. Una joyería a la que también acudió con los ojos brillantes Omar Fraile, camarada de Ion. El santurtziarra, que arrancó la carbonilla de su motor en el G. P. Indurain, dio otro bocado. Schachmann, luchador, se quedó con el segundo que pendía del racimo de la bonificación. El Astana continuó con su ritmo marcial. Solo faltaba que por los altavoces sonara Wagner y su Cabalgata de las Valquirias. En ese escenario, un pinchazo descascarilló a Adam Yates entre el sterrato. El inglés improvisó una entrada a boxes. Cogió la rueda de un compañero. La Itzulia se le fugaba ante el ritmo diabólico del Astana, en su sinfonía bélica. La tierra se tragó a Yates.

Jonathan Castroviejo, uno de los caballos de tiro del Sky, excelso contrarrelojista, se unió al desfogue del Astana, una banda de pirómanos que todo lo dinamitó. Yates y tres de sus colegas del Mitchelton se desgañitaban tratando de colocar una tira de velcro que cerrara el hueco. Era una pelea desigual. El Astana estaba a varios vatios luz. El apagón se cebó con Yates, el gran derrotado. El terremoto del Astana le dejó a 1:11. Los kazajos empujaron con ruido y furia hasta Gorraiz, el cabo Cañaveral donde se esperaba el lanzamiento del cohete. Omar Fraile era el cosmonauta previsto en el plan de vuelo del Astana. El de Santurtzi, recuperado, se planchó a Alaphilippe, de verde. El color de la esperanza, la luz de la victoria. El francés era el trébol del cuatro hojas, capaz de vencer en la Strade Bianche o la Milán San Remo o en el Muro de Huy. No hay carrera que se le resista. Todas las quiere Alaphilippe, el coleccionista de festejos.

El de Gorraiz era un traje hecho a medida para su ciclismo de rompe y rasga, ese que vende como el de un despistado, pero en el que no da puntada sin hilo. Todo en él tiene sentido. Hasta sus contradicciones. También su vacileo. En el ataque a la cumbre no titubeó. Frente a un repecho duro, con los cuellos almidonados, se adelantó Lambrecht. Tomó unos palmos de ventaja. Schachmann cimbreó la bici y a su estirón le respondió el bailoteo de Alaphilippe, que se había deshecho del marcaje de Fraile. Después aniquiló a Lambrecht y Kwiatkowski, quienes más se le acercaron. El francés, lúdico y festivo, resolvió con la capacidad de los elegidos en unos paisajes que ha hecho suyos. El pasado año conquistó dos etapas de la Itzulia Alaphilippe, un Fred Astaire del ciclismo. Danzó sobre los pedales el galo, con el rostro de depredador. En posición de guepardo. Unos metros después, desencajado el resto, abrió los brazos mientras los súbditos agacharon la cabeza ante el emperador galo en Gorraiz. Tierra de Alaphilippe.