En un mundo que se desliza velozmente entre lo digital, lo efímero y lo replicado en masa, la artesanía surge como acto de resistencia: una pequeña fuga hacia la belleza íntima, el instante detenido, la huella humana que se aferra al objeto. En la artesanía reside un doble milagro: el del autor que pone su mano y su mirada, y el del usuario que recupera así —aunque sea por un momento— la experiencia de lo auténtico. Lo artesanal restituye al objeto su dignidad de presencia; le devuelve su volumen, su cuerpo, su eco interior. Y en ese gesto de restitución habita algo más que utilidad: un relámpago de emoción, una conversación silenciosa entre materiales y alma.
La artesanía –como decía aquel viejo sabio, que quizá fue solo un carpintero...– es en parte conjuro contra la monotonía moderna. Cuando tocamos un objeto hecho a mano, percibimos la vibración del martillo, el roce del cincel, el pulso de la idea y el latido del artesano. Sabemos que no es perfecto y, precisamente por eso, nos conmueve. La imperfección artesanal nos acerca a la vida misma, con sus cicatrices, sus relieves, su imperiosa verdad.
La tienda de marcos Mota, situada en Bilbao, es uno de esos espacios donde la artesanía no se conforma con un molde. Allí, los hermanos Mota estuvieron más de treinta años dando forma al marco –esa línea fronteriza entre la obra y el mundo...– y lo convierten en manojo de detalles: madera, yeso, zinc, lacados, espejos envejecidos. Hoy llevan las riendas Lucy García y Aida Clemente, dos mujeres que han cogido el testigo y que reconocen que “a medida que se van cerrando tiendas de artesanía cobran fuerza las supervivientes.”
La artesanía salta a la vista. Ofrece durabilidad frente al desecho. Un objeto hecho con mimo no se acumula en el olvido, no se convierte en residuo emocional. Los marcos de Marcos Mota están pensados para durar, para pasar al menos una generación, para acompañar; identidad frente a la homogeneidad. En la artesanía cada pieza tiene carácter. El marco blanco lacado o el zinc oxidado no son “uno de tantos”; portan una elección, una mirada, una historia. Y frente al consumo masivo que pretende borrar la diferencia, la artesanía vuelve a colocar la singularidad en el centro.
Sigamos con las diferencias. Ofrecen conexión con el lugar y la comunidad. La tienda de Bilbao no es un showroom global sin rostro: es un espacio local, hecho aquí, para aquí. Y en un mundo en el que la globalización difumina los rasgos, algo tan sencillo como un marco hecho en Bilbao retiene el soplo de su ciudad.
El placer de tocar, de elegir, de ver el taller. Entrar en un taller donde se trabaja la madera, el yeso, el zinc, es recuperar el ritual del proceso. Ver cómo se forma un marco es asistir al acto creativo. Y ese placer, que ya casi no se vende, lo regala la artesanía y permite realizar una reflexión sobre lo que enmarcamos. Elegir un marco artesanal nos hace pensar en lo que merece ser protegido, puesto en relieve, amado. La artesanía nos dice que hay cosas que valen la pena detener, que hay momentos que merecen cuerpo, que hay obras que merecen encuentro.
En esa atmósfera tan particular dejemos por un momento los marcos y fijémonos en otro objeto artesano: las máscaras. En el marco de los carnavales de Bilbao los personajes Farolín y Zarambolas ocupan un lugar emblemático. Su máscara no es solo un elemento ornamental, sino una historia, un arquetipo de la cultura urbana de Bilbao.
Sobre una mesa decorada con fresones que dibujan un corazón gominola, todo ello protegido por un cristal, se exponen una máscaras singulares. El artesano Ángel Amor acaba de diseñar nuevas máscaras para ellos, Farolines y Zarambolas, justo para que se luzcan en la próxima festividad de carnavales. En ese acto de diseñar y construir máscaras se conjugan artesanía, tradición y fiesta: lo efímero adquiere permanencia por obra del arte; el rito cotidiano se transforma en mito urbano; la ciudad se reconoce a través de sus iconos. Permítanme que les recuerde que el diseño del nuevo logo de la Orden Botxera y de las máscaras es de Kaikoo Studio. Si reparan en la imagen (las máscaras están expuestas en la misma tienda Mota...), las dos máscaras están hechas con las dos bes de la palabra Bilbao.
Hablamos de dos personajes que llevan ya más de cuarenta años de vida lo que les convierte en tradición. Farolín y Zarambolas fueron creados en el año 1984 por la comisión mixta de las fiestas. Farolín, personaje recogido en el Lexicón de Emiliano Arriaga, es farolero, fanfarrón, presumido. Va vestido de blanco y ha nacido en el centro de la capital del mundo. Zarambolas, en cambio, es disfrutón y descuidado. Es un vividor que no se amarga por nada. Siempre viste de rojo y es republicano. Farolín en Nochevieja come angulas; y Zarambolas, caracoles. El primero ve los partidos del Athletic en la tribuna de San Mamés. El segundo, en el txoko. Son, a fin de cuentas, la representación de la dualidad del carácter de los bilbainos.
Desde las Saturnales romanas, hasta las actuales celebraciones de las Carnestolendas, el espíritu carnavalesco mantiene esencias, pero es lógico también que adquiera formas culturales muy distintas. Sin embargo, vivir y dejar vivir ya era el lema de estas celebraciones desde la Antigüedad tal y como asegura la historiadora María Jesús Cava. La Orden Botxera es la guardiana de ese espíritu y Marino Montero su ángel custodio. Es la artesanía de la buena gente.