La covatilla. La Covatilla es como el Ventoux. Pelado y ventoso. Sopla un viento musculado que hondea las banderas, agita las pancartas, mueve plásticos y papeles y enmaraña los cabellos largos de las azafatas. El viento es un susurro desquiciante. Enloquece. Juanjo Cobo, que acaba tercero tras Daniel Martin y Bauke Mollema, ganador de la etapa el primero, nuevo líder el segundo, grita como un poseso al comisario que le quiere poner a su bicicleta la pulsera roja de las revisiones para controlar el peso. Las pulsaciones, la adrenalina, el viento? Está fuera de sí. Como Van den Broeck, el líder belga del Lotto, que echa pie a tierra un poco más allá con los mismos síntomas, la fatiga, los nervios, la angustia y, claro, el viento en los tímpanos, y también se descarga en los oídos de otro comisario que quiere sellar a su 'flaca' para que pase por la báscula. Grita como un descosido pidiendo cinco minutos de paz. En ese tiempo cree que puede recuperar la cordura. A su lado también blasfema desencajado Kruijswijk, el holandés que maravilló a todos en el Giro. Su ira se empotra contra el casco de un motorista. Le ha golpeado al cruzar la meta y casi le tira. Enojado, colérico, le habla de su madre. La meta es una locura. Calculen: incluso a Mikel Nieve, que es de hielo, se le fue la olla.

A él y a los escaladores, que sufrieron como nunca antes en una subida. "Me emocioné", confesó el navarro, uno de los que se apresuró a moverse, quizás ansioso, quizás confiado, cuando llegaron las rampas duras de La Covatilla, las del 12% o por ahí, en los últimos siete kilómetros de subida a la estación de esquí. Scarponi, Seeldrayers, Pardilla, Martin, Roche, Nieve? Era una tormenta de ataques. El descontrol. La locura. Perdieron la cabeza. Y de qué manera.

Por ahí por ahí, a seis, a siete, a ocho kilómetros de la cima fue cuando pasaron por encima de Sebastian Lang, el último de la fuga del día. Lang, alemán de 32 años, corre su última grande. No es que esté gastado o que su físico haya quebrado. Lo que ocurre es que está hasta el gorro del ciclismo. De la locura que es esto. Los controles incesantes, la sospecha, la vida como de delincuente, vigilado y en paradero conocido las 24 horas del día... Así que lo deja. A la mierda. A otra cosa. Busca algo de cordura. Otra vida.

Lo que buscaban los escaladores en La Covatilla era enterrar a los poderosos contrarrelojistas. A Wiggins, a Menchov, a Níbali? Scarponi, que sube con tres o cuatro dientes menos que el resto, al diablo con el molinillo, mostró carácter, fuerza y compromiso cuando aparecieron los porcentajes. El italiano fue el que despertó a los demás trepadores, el que empezó la guerra. "Que me siga el que quiera", dijo. La respuesta fue demoledora y alocada. Una desproporción. A Nieve, Gorka Gerrikagoitia le apretó por el pinganillo para que se moviera. "Prueba, prueba". El navarro probó a despegar y le tumbó el viento. "Pegaba muy fuerte". Lo pagó luego.

Para entonces, había quien, lúcido, comprendía ya de qué iba el asunto. De refugiarse en el centro del rebaño y esperar. Para entonces, también, en el grupo no estaba Igor Antón, repleto de moral por la mañana después de su reaparición en el repecho tremendo del El Escorial y triste luego en meta tras de dejarse otros dos minutos. Un jarro de agua fría. El vizcaino pensaba que?

"Se acabó, ahora empieza para nosotros otra Vuelta. Antón levantará el pie y buscaremos las etapas", decidió Gorka Gerrikagoitia en el autobús apenas unos minutos después de que acabase la etapa donde esperaba, todos los esperaban, asistir a la confirmación de la recuperación definitiva del vizcaino y se encontró con la prueba final de que sus piernas no corren como desearía. "Definitivamente, está no es mi Vuelta", dijo Antón. "Me falta chispa, no me sube el pulso? Ahora lo mejor es tratar de recuperar para buscar una etapa. ¿La del Angliru? Ya firmaba".

El muro del viento Tras desencadenar la batalla, los escaladores, Scarponi, Nieve y compañía, hubiesen firmado, asfixiados y arrepentidos, una tregua. Pero era tarde. El aire había eliminado de un soplido la ventaja de su ligereza en la montaña. Cuando superaron las rampas más empinadas, llegó lo más duro: el viento, un huracán. Aparecieron entonces los más avispados. Era el momento del Sky, que puso a tirar a Christopher Froome como una bestia y el arreón partió el grupo en mil centellas. Adelante quedaron Wiggins, Nibali, Taaramae, Cobo y Mollema. Iban pegados a la derecha, metiendo cuneta. Abanicos. Como en el llano. El desnivel era ya lo de menos. La etapa la decidía el viento.

"Y de esas circunstancias han sacado provecho los que han sabido ser conservadores", reconoció Nieve su error, como el de Scarponi y otros, que sufrieron para no perder la rueda de la Vuelta y para ello buscaron desesperados un tubular al que seguir, un cuerpo que les sirviera de pantalla y les quitara el viento de la cara. A Purito, desencajado, lleno, muerto, le tuvo que rescatar Moreno, que tampoco iba sobrado. Fuglsang, Bruseghin, Brajkovic? Todos sufrieron el azote del viento.

Y el de las piernas largas, blancas y delgaditas de Wiggins, el inglés que para preparar la Vuelta, para acostumbrarse a su calor, se metió en el trastero de su casa con un rodillo, cinco calefactores y un humificador. Entrenaba a 42º. Un día sí y otro no. Y nunca más de 90 minutos seguidos. "Es lo que se puede aguantar sin desmayarse", cuenta. En la Vuelta le va de maravilla. Ha digerido el calor y ayer se exhibió en la montaña, en los últimos dos kilómetros donde los que pudieron seguirle se conformaron con eso. Nibali acabó reventando. Y Taaramae. Y, claro, Froome, agotado. Solo Martin, Cobo y Mollema resistieron. Los tres querían la etapa, pero se la llevó el del Garmin, que recordó a aquellas tardes de abril de los 80 en la Vuelta, las de Sean Kelly, el único irlandés que la ha ganado, en el 88. En esa época reinó en el ciclismo otro irlandés, Stephen Roche. Duró un año en el trono, 1987, pero lo ganó todo: Giro, Tour y Mundial. Solo Merckx ha hecho algo parecido. Martin es sobrino de Roche. Y primo de su hijo Nicolas, que corre la Vuelta y ayer coincidieron un momento en cabeza de carrera. A seis kilómetros de meta. En pleno delirio de los escaladores que acabaron perdieron la cabeza. Fue, quizás, por el viento.