Kateryna Tarabarova escapó de la guerra por los pelos. Con su documentación, un recambio de ropa, unas galletas y poco más. Como quien va a pasar fuera un par de días y no una vida. Portando en su mochila ligera una pesada carga, huir de Ucrania con sus dos hijos, sin fecha de vuelta, dejando a su marido atrás. “El pequeño estaba llorando cuando pasamos la frontera. Mi hijo mayor sueña todos los días que a su padre le pasa algo. Yo tengo miedo porque mi marido está en la reserva y si la situación se agrava, no le va a quedar más remedio que ir a luchar”, lamenta esta mujer, de 38 años, que abandonó su hogar en Irpin, una de las ciudades más castigadas, al norte de Kiev, un día después de iniciarse los bombardeos. Desde entonces más de cien niños han muerto en la invasión de Ucrania. “Los míos podían estar en esa cuenta. Gracias a que me dieron la mano desde Euskadi, están a salvo”, rompe a llorar Kateryna, que llegó hace días a Amorebieta-Etxano, donde ha sido acogida por su sobrina.

“Al de unas horas ya no se podía salir, escapé justo”

“Hola”. Artem y Sasha, de 8 y 5 años, llegan caminando de la mano de su madre con las sonrisas y las capuchas de las sudaderas puestas. Ya han aprendido a saludar. También cómo suena la guerra, por más que Kateryna subiera el volumen de la tele para que no se escucharan tanto las explosiones. “Es un ruido y un susto que no se pueden explicar. Yo he estado 24 horas oyendo bombas y no me imagino cómo estarán los niños oyéndolas veintitantos días. Es un daño para toda la vida”, se duele. A sus hijos, de hecho, ya se les ha quedado grabado ese temor. “Cuando vinimos había aquí unas fiestas, tiraron un petardo y se asustaron, pero yo les expliqué que eso no era la guerra, que aquí están seguros y no tienen que tener miedo”.

Kateryna y sus hijos dormían cuando se inició el ataque a su país, de madrugada. Su marido, que había ido a trabajar, como conductor, oyó las bombas y corrió a despertarla. “Ha empezado”, le dijo, pero ella no daba crédito. “Pensé que era una histeria, que no podía pasar, pero de repente oí las bombas. Cada vez más. Es algo que te paraliza. Estuve algunos minutos con muchos nervios, sin saber qué hacer”, revive.

Si tenía alguna duda, se disipó en cuanto miró el teléfono. “Había mil llamadas y mensajes de todo el mundo. Eran las cinco y media de la mañana. Estaba claro que había empezado la guerra y teníamos que hacer algo”, recuerda. Tras tranquilizar a su hijo pequeño, que se despertó por las explosiones, metió en una mochila lo justo. “No entiendo porque no cogí más. Podía haber hecho una maleta, pero estaba en shock. No esperaba no volver a mi casa. No quería pensar en eso”.

Con las palabras aún empapadas de angustia, Kateryna relata cómo pasaron ese primer día metidos en casa. “Bajaron nuestros vecinos, que tienen dos hijas, para estar juntos y no tener tanto miedo. Vimos las noticias en la tele y a los niños les dijimos que los padres saben dónde hay que estar y que la casa era un lugar tranquilo, aunque no era verdad”. Los estruendos eran cada vez más fuertes. Su marido y ella no pudieron pegar ojo en toda la noche.

Tomada la decisión de escapar, a la mañana siguiente despertaron a sus hijos. “Salimos de casa y nos dijeron unos vecinos que la carretera ya estaba rota. Yo no tenía claro qué hacer. Estaba con un pie dentro y otro fuera, pero mi marido insistió en que nos fuéramos. Menos mal porque, al de unas horas, ya no se podía salir. Me escapé justo. He tenido suerte”, reconoce. Casi un mes después de cerrar la puerta de su casa, Kateryna no sabe si la podrá volver a abrir. “Los rusos viven en las escaleras. No sé si entran en las casas, pero es cuestión de tiempo. Yo prefiero no preguntar hasta que la guerra acabe porque ahora puedo tener casa y, si necesitan comida o dormir, dentro de quince minutos no tenerla. Mejor saber si están los vecinos vivos y luego ya pensaremos en el piso”, dice con resignación.

“Los voluntarios ayudan con el idioma de los ojos”

En busca de un lugar más seguro, la familia se trasladó a Transcarpatia, en el sudoeste de Ucrania. “Conocidos de nuestros conocidos tenían sitio allí. Pensábamos: Nos asustan con las bombas y luego hablan con el Gobierno y se acaba todo. No creíamos que iba a durar tanto”, confiesa. Pasados cinco días, la ofensiva se recrudeció y decidieron poner rumbo a la frontera de Eslovaquia. “Vimos que caían bombas por todos los lados y pensamos: A ver si van a llegar mañana aquí. Decidimos que yo tenía que salir con los niños”.

El trayecto no pudo resultar más agotador. “Son 70 kilómetros en coche, pero tardamos 27 horas”. Esquivar la muerte lleva su tiempo. “Buscamos carreteras tranquilas en las que no cayesen bombas ni hubiese militares. Dimos muchas vueltas por pueblos pequeños. Los niños dormían en el coche, comimos lo que habíamos cogido de casa: algún pan, algunas galletas, manzanas... Fue un viaje muy duro”, afirma Kateryna. Pero no tanto como la despedida que les esperaba al final del camino. “Para una pareja con niños es algo muy doloroso. No sabemos cuándo vamos a volver ni qué es lo que va a pasar con mi marido. A los niños les expliqué que teníamos que separarnos para que ellos estuviesen en un lugar tranquilo y que más adelante volveríamos a estar todos juntos”. Eso es lo que les dijo, aunque no las tenía todas consigo.

El marido de Kateryna no está por la labor de empuñar un fusil. “No tiene práctica militar y le da miedo matar a gente, pero está en la reserva, así que le pueden llamar para defender su tierra”, expresa su temor, las palabras anegadas en lágrimas. Mientras cruza los dedos para que eso no suceda, el padre de sus hijos se dedica a labores humanitarias. “Está en Lviv, al oeste de Ucrania, colaborando en lo que puede. Está libre, tiene coche y ayuda a familias para que puedan llegar a la frontera porque muchas no tienen”.

Al menos, de momento, mantiene el contacto con él. “Está llamando, los niños también lo ven...”. Pero es consciente de que de un día para otro podría dejar de tener noticias suyas. De hecho, desde hace un par de semanas no puede hablar con su hermana, atrapada en Ivankiv. “Tengo allí a gente que está en una situación peligrosa. Mi hermana está en una ciudad cercana a Chernóbil, ocupada desde el primer día por los rusos. No tiene cobertura. Sabemos por una amiga que está viva y que tiene comida. Esperamos que habiliten un corredor verde”, ansía.

Al otro lado de la frontera de Eslovaquia, donde “había muchos niños llorando al separarse de sus padres”, a Kateryna y sus hijos les esperaba la solidaridad. “Los voluntarios ayudan mucho con el idioma de los ojos, ven que no estás bien y te apoyan, juegan con los niños... Tenían pena por dejar a su padre, pero, pasada media hora, con los voluntarios lo pasaron muy bien”, agradece. Un viaje en autobús, otro en tren hasta Bratislava y por fin un respiro. “La familia de aquí nos cogió un hotel para que descansáramos y me compraron los billetes para el día siguiente. Aquí ya estoy a salvo”.

“He venido como a los brazos de mis padres”

Artem y Sasha se columpian en el Parque Zelaieta, desierto de niños en horario escolar. “Tengo pensado llevarles al colegio, pero están asustados porque no entienden el idioma. También estoy preocupada por eso. A ver si sale todo bien”, suspira su madre, que trabajaba de comercial de una tienda on line desde su casa y tiene en mente buscar un empleo en cuanto reordene sus vidas. “Entiendo que me va a curar. Me gustaría, pero de momento no puedo. Hasta que no estén los niños en una rutina...”, esboza, con las ideas claras, pero el ánimo mermado como para afrontar el reto.

El primer día que pasó Kateryna en casa de su sobrina toda la tensión acumulada se le vino encima. “Estaba muy mal. Luego se me pasó porque puedo hablar con Lyuda. Ella también está preocupada por su familia en Ucrania y me entiende muy bien”, comenta. Además, recibe el apoyo de la familia de Bilbao que la tuvo acogida cuando era una niña y con la que le une un lazo cada vez más estrecho. “Siempre me están preguntando a ver qué necesito, me dicen que vaya a comer o a pasar un rato con ellos... La familia que acogió a mi sobrina también es muy buena. El apoyo de la gente es lo que me ayuda. Me gustaría que todas las personas que salen de Ucrania tuvieran tanto apoyo como yo. He tenido suerte por estar aquí”, recalca.

Con los sentimientos a flor de piel, la herida abierta, Kateryna se emociona hablando de su marido y sus hijos, de su incierto futuro y de lo arropada que se siente en su tierra de acogida. “Intento que los niños no me vean. A veces, cuando juegan en los columpios, doy una vuelta y estoy llorando”. Se seca las lágrimas con el dorso de la mano, pero no paran de caer. Intenta desatar el nudo en la garganta bebiendo agua de una botella con el nombre de Euskadi impreso. “Me la ha regalado mi familia de aquí. Desde pequeña toda mi vida he tenido relación con ellos. Siempre han estado conmigo. Cada día tengo mensajes suyos, me preguntan... Ya entiendo que no estoy sola. He venido como a los brazos de mis padres”, acierta a decir con la voz entrecortada.

“Me gustaría ver a mis vecinos volviendo a casa”

A Artem le gusta tener el calendario bajo control, saber qué va a pasar el próximo mes o en verano, pero su madre no tiene respuestas. “A las noches les digo que no puedo explicarles qué es lo que nos espera ni cuánto tiempo vamos a estar aquí. Les digo que de momento tenemos que vivir de un día a otro. Yo estoy preocupada por todos los que tenemos en Ucrania, pero no se lo digo. Les hablo para tranquilizarles, aunque tampoco puedo prometerles algo que luego no voy a poder hacer”.

A pesar de su aparente “entereza”, de que estaban deseando ver a su prima y se han adaptado muy bien a su nuevo hogar, los dos pequeños no se quitan de la cabeza todo lo que han dejado atrás. “Todos los días preguntan por su padre, su casa, sus amigos, su escuela, pero no sé qué explicarles del futuro. Les digo que tienen que ir a la escuela y yo buscar trabajo, que tenemos que planear aunque sea unos meses y que luego podemos volver a casa. Eso les explico. Si no pasa, ya les explicaré lo otro”, se pone en lo peor y llora.

La impotencia se palpa en la despedida. “Yo no tenía que escapar de Ucrania. Yo tenía una vida muy buena allí. Tenía trabajo, casa, coche. Espero que un día podamos regresar. Me gustaría ver cómo vuelven mis vecinos a sus casas”. Kateryna se derrumba. Artem se acerca y la abraza. “Está preocupado”.