Bilbao

No tiene nada que envidiar a la estanquera de Vallecas. Al menos, en Zurbaranbarri, pocos tienen más fama que ella. "Mi hijo me dice: Ama, contigo no se puede ir a ningún lado, porque aparte de haber nacido aquí y haber tenido un negocio, en mi época monté un club de tiempo libre con mi cuadrilla. De todas maneras, vaya donde vaya...", deja caer Mª Rosa Contador, una mujer extrovertida y amante de su barrio hasta la médula. "Tengo dos amigas que viven en el centro de Bilbao y yo me quedo con mi Zurbaranbarri. No lo cambio ni por La Bilbaina", afirma.

Cuando sus padres abrieron el bar bodeguilla en el número 17, Rosa apenas tenía dos años y el barrio, dice, "eran todo campas, donde se jugaba al truquemé de maravilla". Sin asfalto, ni humo de coches, los chavales espigaban al aire libre. "Detrás del supermercado teníamos un patio para saltar y jugábamos a patitos en el agua. Era como un pueblo en pequeño", recuerda con la nostalgia de una infancia felizmente exprimida.

Poco a poco, en la ladera del monte, más que setas, fueron creciendo bloques. Eso sí, sin orden ni concierto. "Zurbaranbarri se ha hecho así. Han ido construyendo y se han ido poniendo los números a medida que se han ido haciendo las casas. Por eso es muy desestructurado. Igual tienes el 17 en mitad del barrio, el 33 lo tienes que ir a buscar mucho más atrás y el 47 está en otra esquina. No hay una correlación", explica sentada en un banco, frente a una torre de viviendas. "Éste es uno de los dos rascacielos que se construyeron primero. Todo lo demás son casas de cinco pisos sin ascensor", detalla.

Dejados a un lado los ladrillos y el hormigón, radiografía a quien habita al otro lado de las mirillas. "La mayoría de la gente que hay aquí son gallegos, burgaleses, extremeños... Muchos hijos del barrio nos hemos ido quedando. También están viniendo a vivir jóvenes, porque es un barrio muy tranquilo, con pisos asequibles y en el que se puede convivir, e inmigrantes, como en todos los sitios", resume de un plumazo el vecindario.

Detrás del mostrador del estanco familiar, primero de puntillas y luego sin mayor esfuerzo, Rosa ha visto echar la persiana a más de un comercio. "Recuerdo las típicas tiendas de ultramarinos, que vendían desde cosas de droguería hasta el pan, pero fueron cerrando. Ahora hay un supermercado", dice. Cuando éste no está abierto, los vecinos depositan su última esperanza en su negocio. "El estanco de Zurbaranbarri es como el último recurso de Occidente, tengo de todo -prensa, algo de librería, algo de regalo...- y abro todos los días. Me han llegado a pedir betún. Se les acaba una cosa en casa y vienen: ¿No tendrás...? Digo: No, eso no tengo. Como tienes de todo..., me dicen. De todo no, casi de todo".

Confesiones a pie de mostrador Sea lo que sea lo que pidan, lo cierto es que siempre son los mismos. "Aquí no tienes la clientela del centro de Bilbao, que pasa y se va. Para bien o para mal, aquí son fijos y, al final, conoces al marido, a los hijos, si hay un problema te lo cuentan... Encima, como yo soy muy charlatana, al final es como una familia en grande", compara Rosa, quien admite que "eso se empieza a perder porque viene gente de fuera que ya no tiene confianza contigo".

Por mucho que compartan confidencias, a la hora de cobrar, no hay amigos. "Antiguamente en las tiendas se fiaba, pero mi política no es ésa. Como lo mío es un negocio de vicio, el vicio se paga o no se paga. Aunque sí está el típico vecino del que te puedes fiar, el que conoces de toda la vida y sabes que no vas a tener ningún problema y que si te tiene que ayudar, te va a ayudar".

Vivir rodeado de caras conocidas da tranquilidad, pero también tiene inconvenientes. "Todo el mundo conoce tu vida y tienes que aprender a convivir con ello, porque desde que sales de casa saben cómo vas, cómo vienes, qué haces...", advierte Rosa, para quien "eso es bueno y malo a la vez". Por puro morbo, las ventajas de tener un vecindario de andar por casa quedan postergadas unas líneas. Lo justo para que esta estanquera confiese que hay momentos en los que desearía ser invisible. "El día de mi boda procuré que no se enterara nadie, no quería un espectáculo. Aquí, cuando se casa una, todos miramos por la ventana. Todos, eso está claro".

Los niños del barrio también están vigilados por más pares de ojos de lo habitual. Y eso, hoy en día, es un auténtico chollo. "Mis hijos van solos al futbito, pero sé que si les pasa algo, cualquier vecino les va a poder mirar. Si hay algo extraño enseguida todo el mundo está pendiente". Por contra, dice, "Bilbao es muy impersonal, entras y sales por tu puerta y no tienes relación con el de al lado".

Es media tarde de un día laborable y Rosa saluda a unos vecinos en la plaza que comparten, a veces a regañadientes, niños y jubilados. "Hacen falta más zonas para los críos. Sólo tenemos este sitio para pequeños, mayores y medianos", lamenta. Y puestos a hablar de mejoras, recuerda el cambio que supuso en su día que el autobús asomara el morro por Zurbaranbarri. "Fue muy importante porque, aunque estamos a cinco o diez minutos del Casco Viejo, el 27 nos viene muy bien para ir al centro y el 62 para ir al hospital". A pesar del transporte público, ella apenas sale del barrio. "A Bilbao bajo lo justo. Cuando bajamos al centro decimos: Vamos a Bilbao y todo el mundo que es de fuera dice: ¿Pues dónde vives? Digo: En Zurbaranbarri".