El fútbol se congració con el Athletic, habitual víctima propiciatoria del clásico, otorgándole un triunfo que persiguió siempre y que estuvo cerca de extraviar en la recta final. El Real Madrid quiso reaccionar después de ofrecer un perfil bastante vulgar durante una hora, el gol de Berenguer fue el detonante y gozó de oportunidades, hasta de un penalti que Mbappé ejecutó penosamente. Consiguió establecer el empate y en ese instante la afición local temió lo peor, sus jugadores acusaban el enorme esfuerzo, pero no tardó en llegar un gravísimo error del uruguayo Valverde que Guruzeta castigó con una frialdad y finura impropias de la tensión que se mascaba en San Mamés en ese preciso momento. Y el cuarto de hora largo que siguió al 2-1 discurrió con el Athletic crecido, contundente y generoso, para defender la ventaja e impedir que el rival volviese a amenazar un resultado que supone la consagración de un nivel competitivo de primer orden.
En ese tramo donde se concentraron las emociones más fuertes de la noche pudo haber ocurrido cualquier cosa, pues ambos conjuntos dejaron claras sus ansias de gloria. Pero para extraer conclusiones ecuánimes sobre la legitimidad del resultado se ha de revisar el encuentro al completo. Con esta perspectiva, no cabe cuestionar que el Athletic acumuló muchos más méritos para salir vencedor. De algún modo, el marcador acabó premiando a quien mantuvo la actitud más positiva, al bando que jamás especuló, que puso en la balanza ambición y fe, virtudes que no son fáciles de plasmar frente a una constelación de estrellas, menos aún en un duelo que la historia nos recuerda que está plagado de desenlaces ingratos. En síntesis, el 2-1 recompensó a unos futbolistas que quisieron ganar sin disimulo alguno, yendo de cara, algo que no está al alcance de muchos si el que está enfrente se llama Real Madrid.
Con La Catedral encendida saltó al césped un Athletic que no se anduvo en chiquitas. Desde el saque de centro cargó en bloque, avanzando metros para incomodar al rival, empujándolo hacia su área. Era la primera consigna, establecer el ritmo a través de la presión colectiva e impedir la construcción del juego madridista. Tal fue la tónica a lo largo del primer acto, la mayoría de tiempo discurrió en terreno visitante, pero a la iniciativa de los hombres de Valverde le faltó algo de filo. Generar situaciones de peligro ante Courtois se reveló un problema. No lo pareció cuando, con tres minutos consumidos, un robo muy alto permitió a Nico Williams avanzar y buscar con un pase raso a su hermano en el área chica, solo para empujar. La rápida intervención del portero belga abortó lo que se interpretó como un serio aviso que, sin embargo, no tuvo continuidad.
Pese a que no cejó en su afán por llegar arriba, hubo que esperar casi media hora para asistir a la mejor y única oportunidad previa al descanso: Jauregizar localizó a Nico Williams llegando a zona de remate, este controló de maravilla y cedió de tacón a Berenguer, que no pareció darse cuenta de que se hallaba solo ante la portería. El anoche falso ariete se precipitó chutando muy alto en inmejorable posición. Esto fue todo en ataque.
Seguramente el gran gasto físico invertido para minimizar la huella del Madrid en el juego explica el exiguo impacto rematador. Hay que considerar asimismo el desgaste mental que implica tener enfrente a futbolistas capaces de resolver con un detalle. Una posibilidad que se produjo en la única combinación que los de Ancelotti lograron conducir hasta los dominios de Agirrezabala. Mbappé marcó, estaba en posición incorrecta, pero el VAR le dijo a Sánchéz Martínez que valorase un posible penalti previo en la acción, por supuesto derribo de Gorosabel a Rodrygo. Por fortuna, la infracción solo estuvo en la mente de la persona que se entiende trabaja para ayudar al árbitro.
En el intermedio se podía apostar por el 0-0. Uno quería, pero no era incisivo, carecía de punch; el otro, se conformaba con no conceder, supuestamente a la espera de un destello o una contra vertiginosa. Apuntar que la única variación que introdujo Ancelotti en su once inicial desvelaba el tipo de partido que esperaba: prefirió la potencia y envergadura de Tchouameni al ingenio de Brahim. Esto significó un lastre a la hora de intentar transiciones porque el área rojiblanca le quedaba lejísimos al Madrid y sus puntas, huérfanos de suministro, aislados.
El Athletic regresó del vestuario igual, con la idea del comienzo. Buen síntoma, pero hasta cuándo le duraría el combustible. Adelantarse era una necesidad imperiosa, sin goles el correr del cronómetro solo podía acabar beneficiando al Madrid. Y entonces, Iñaki Williams templó a media altura y cerrado, Sancet a punto estuvo de desviar y su gesto obligó a un palmeo al límite de Courtois, que fue a golpear en el cuerpo de Berenguer, que seguía la jugada y pudo remachar sobre la línea.
En adelante se asistió a otra película: el Madrid se puso las pilas con balón, avanzó líneas y pronto dispuso de un primer remate franco, pero Mbappé apuntó al muñeco. El siguiente acercamiento, una falta, desembocó en penalti: Agirrezabala midió más en la salida y golpeó en la cabeza de Rudiger, cuyo remate repelió el larguero. Nada que objetar a la decisión del juez. El portero se resarció de su mal cálculo adivinando la intención de Mbappé, que puso así otra muesca en su errática trayectoria en el Madrid.
Cierto que el galo pudo redimirse parcialmente con un potente chut, repelido por Agirrezabala y remachado por un atento Bellingham. No duró sino un suspiro la sensación de intranquilidad que trajo la igualada. Bueno sí, porque Rodrygo estuvo en un tris de voltear el partido. Su tiro cruzado fue frenado por el meta y a los segundos Guruzeta puso la sentencia. Ahí cesó la locura, el Athletic se atrincheró en su parcela y el Madrid no tuvo ni fuerzas ni alma para discutir un éxito que acredita la talla del grupo dirigido por Valverde.