L fútbol corre muy deprisa. Sin reflexión. El pitido final es un pitido de inicio. Marcelino García Toral pidió a sus pupilos que detuvieran el tiempo. Que abrieran sus entrañas, que indagaran en sus almas. Que se vieran de chicos, jugando en los patios, imaginando gradas, recreando goles, sucios, embarrados, pero alegres, apasionados e ilusionados, soñando con ser lo que son, sin las ataduras de la responsabilidad, para poder comprender el día a día del camino a la final de Copa, para disfrutar de cada minuto del privilegiado recorrido, orgullosos de ser lo que quisieron ser. Apelando a la pureza del ser humano, a la sensación de vivir, de ser feliz.

En una final, aunque resulta obvio que el talento o el planteamiento táctico cuentan, tanto o más relevante es la gestión de las emociones. Su rostro de tendencia sonriente, de mirada alta y serena, destila convicción, capacidad de dominar situaciones. El semblante de Marcelino se refleja, como en el mito de la caverna de Platón, en las paredes de un vestuario que se impregna de confianza al percibir seguridad en su líder, y esta es liberadora a la hora de ejecutar acciones.

Marcelino, catártico, inculcó la tranquilidad para que sus jugadores fueran capaces de trasladar la propuesta al campo. Porque todo lo que considera como sus principios -"intensidad, rapidez, agilidad, ambición y espíritu de solidaridad"- son lo que cualquiera desearía para su equipo; aunque no todos logran plasmarlos sobre el terreno de juego. ¿Por qué? La diferencia está en la confianza, que se transforma en temple, en la capacidad de disfrutar persiguiendo la victoria en lugar de sufrir tratando de esquivar la derrota. Son puntos de vista. Marcelino logró cambiar la mirada de este equipo. Lo hizo de perspectiva ganadora. Pero ayer el Athletic sufrió. Fue incapaz de disfrutar. Jugó incómodo. Y esto impidió gozar de la serenidad para ejecutar un plan.

Toda historia tiene su fin. Antes o después, porque era cuestión de tiempo, el efecto de Marcelino iba a menguar. Nada es eterno, y menos en el volátil fútbol. Sucedió en la final de Copa, el partido más esperado del último año, quizá uno de los más deseados de la historia del club, impregnado por la emotividad y el dolor de los que se fueron. El Athletic de Marcelino recibió su primer gran revés, gigante, himalayesco. Las expectativas fueron elevadas desde su llegada, acrecentadas por el título de la Supercopa. El asturiano cambió la dinámica del equipo. Hizo creer. Y cuando la fe es alta, la caída es más dolorosa. El Athletic, empujado hasta este partido por el liderazgo del entrenador, sucumbió contra la Real Sociedad. Un detalle, como auguró el técnico, desequilibró la balanza. Un penalti. Pero hubo mar de fondo. La Real, aunque entorpecida por la zaga bilbaina, fue más Real que Athletic el Athletic. Los leones no estuvieron a la altura.

Las imágenes de la final

40

Las imágenes de la final de Copa Athletic-Real Sociedad

El cuadro rojiblanco no se soltó, no se liberó de la presión. Venció la tensión, el temor, el miedo a cometer errores, la evasión del riesgo. El bloque bilbaino, atenazado, sufrió vértigo. Vio en la final las puertas del abismo. No transmitió la calma que reclamó su técnico. Y nada de lo que hubiera deseado Marcelino sucedió.

la capacidad ofensiva, anulada

Los delanteros se vieron desasistidos, el centro del campo estuvo superado, no hubo pases filtrados con limpieza, no se vislumbró ninguna capacidad creativa -Muniain no protagonizó una sola acción destacable-, no se trianguló, los laterales no tuvieron incidencia con sus habituales incorporaciones, no se alcanzó la línea de fondo para dibujar centros€ Es decir, toda capacidad ofensiva del Athletic fue anulada por mérito de la Real y por el terror, que se proyectó con permanentes desplazamientos de balón en largo, sin criterio. La pelota quemó. Predominó el respeto y la vista atrás, las coberturas en lugar de los desmarques y la mirada al frente. Los esfuerzos solo fueron defensivos.

El derbi fue derbi, un partido de corte físico, aguerrido, pero en este apartado tampoco el conjunto bilbaino fue capaz de aprovechar sus bonanzas. Raúl García, maestro en estas lides, no peinó o bajó un balón para conceder ventaja al compañero. El plantel bilbaino, en general, incluso dio síntomas de carencia energética. Muniain, que tentó al mal fario al tocar la copa antes del partido, fue el espejo del desgaste.

El fuego de Marcelino medirá su temperatura en los siguientes días, especialmente en la próxima final de Copa, el día 17 frente al Barcelona. El asturiano tiene el deber de avivar la llama de la confianza, de hacer olvidar el recuerdo. El entrenador contará con la ventaja de que lo bueno de una derrota es que no es eterna. El equipo podrá resarcirse, porque el tiempo lo cura todo, porque las oportunidades podrán seguir fabricándose para sepultar el pasado. En el fútbol, un pitido final es un pitido inicial. Para lo bueno y para lo malo.

El Athletic no fue alegre, se vio vencido por el miedo a la derrota y fue incapaz de liberarse de la tensión para ejecutar los planes

El equipo no trasladó al campo nada de lo que Marcelino hubiera deseado; predominó la falta de criterio especialmente en los ataques