LLEGA el final del curso escolar y con él otra remesa de expedientes. Empiezo a sospechar que no hay hecho más lamentable o que genere impacto emocional más difícil de gestionar que los exámenes finales de una hija o un hijo que amenaza con cargarse el curso. En general, los humanos padecéis un sinnúmero de penalidades relacionadas con vuestros hijos y empieza a no extrañarme que la extinción por negativa a la sucesión sea la opción más viable en el desarrollo de vuestra especie. Anticonceptivos no os faltan, de modo que no tenéis ni que dejar de pasarlo bien para acabar extinguidos sin dolor. Pero, volviendo a lo de los finales de curso, me han llamado la atención un par de expedientes en concreto. En uno, un padre reniega de la Asociación de Madres y Padres de Alumnos de su centro escolar porque sospecha que hay tráfico de influencias. Que sus miembros tienen distorsionado el límite entre su función representativa de los intereses del colectivo y el de divulgadores de las virtudes de sus propios vástagos ante la dirección del centro. Que pasan la mano por el lomo al diré, vamos. En otro expediente, una madre sufre la tensión de no querer participar en el regalo de fin de curso a la tutora de sus hijos. Parece que otros progenitores han pensado que hay que premiar a la profesora con un detallito y piden 10 euritos del ala. Por 30 alumnos, 300 del ala. Que dice la mujer que para ese plan, lo mismo le suben la cuota en el colegio para que se lo transfieran al sueldo de la maestra. Que no lo ve. A esta ya se la veía díscola porque, repasando viejos informes curriculares, ha aparecido uno en el que ya refiere una cierta desazón desde su tierna infancia cuando veía sobre el escritorio de su maestro la manzana que regularmente le iban dejando algunos alumnos. Mi conclusión es que dedicáis demasiado tiempo a hacer la rosca en plan buen rollo a los centros educativos y a los educadores y demasiado poco a prestigiar la profesión con medios, con autoridad y con vocaciones auténticas. Pero manzanas no os faltan.

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