A suya fue una vida cargada de emociones, impredecible si me permiten decirlo así, habida cuenta de que Ricardo Díez Hochleitner era hijo de Félix Díez Mateo, profesor de lenguas y reconocido esperantista, y la bávara María Teresa Hochleitner. Fueron sus años académicos los que desvelaron que este bilbaino tenía un don. No por nada, comenzó sus estudios en el Colegio Alemán de Bilbao, para continuarlos posterioremnte en el Instituto de Enseñanzas Medias de la villa. Se licenció en Ciencias Químicas por la Universidad de Salamanca (1950) y realizó estudios de posgrado de Ingeniería Química y elaboró su tesis doctoral en la Universidad Técnica de Karlsruhe (República Federal de Alemania). Más tarde concluyó un Máster en Administración de Empresas (MBA) por la Universidad de Georgetown en Washington D.C. (1957-58). Ya se veían sus capacidades.

De espíritu inquieto, Díez Hochleitner ocupó, entre otros cargos, los de vocal del Comité Ejecutivo de la Comisión Nacional de la Unesco y miembro de número del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).

La orla de méritos se enriquece al conocerse que fue miembro del Comité de Ciencia y Tecnología de la ONU (1972), asesor del secretario general de la OCDE para temas de Educación y Empleo (1974), miembro del Consejo Educativo de la Unesco (1970-1976) y presidente de la Asociación de Fundaciones Europeas del Club de La Haya (1973-1983). El economista y diplomático bilbaino fue también asesor principal de la OEA (1979-1983) y presidente de la Fundación y la Asociación Worldiddac de tecnologías educativas (1981-1990).

Sólo con esa cascada de puestos y distinciones ya podría hablarse de alguien singular. Vamos, que lo era cuando en 1976 pasó a formar parte del Club de Roma, ONG dedicada al estudio de la condición humana en el mundo, a cuya vicepresidencia llegó en 1988, hasta que en 1991 accedió a la presidencia en sustitución de Alexander King.

Durante su etapa al frente del Club de Roma, Díez Hochleitner defendió como “solución transitoria” el uso de la energía nuclear en detrimento del carbón y el petróleo, a fin de contener las emisiones de CO2, y se mostró partidario de la cooperación interregional para compensar los recortes de soberanía debidos a la planetarización del mundo. Siendo una voz autorizada de Bilbao por medio mundo, es preciso recordar que en 1994 fue nombrado cónsul de Bilbao por la Cámara de Comercio, con el compromiso de “llevar el nombre de Bilbao con orgullo por todo el mundo, y propagar las virtudes de trabajo, honradez y hospitalidad”, de la villa, pregonándolas a los cuatro vientos, mandato que siempre cumplió.

Aferrado a la educación como arma de futuro, jugó un papel esencial en la editorial Santillana del Grupo Prisa. Él fue además, como subsecretario de Educación, quien convenció a Grande Covián y a Severo Ochoa para que impulsaran en España la investigación como germen del progreso. Quienes le conocieron de cerca acreditan que era un hombre al que daba gusto cederle la palabra, porque escuchaba como nadie, y era culto y simpático, y no alardeaba, sin embargo, sino de sus siete hijos y de sus veintidós nietos.

Para conocer sus ideas, baste el primer párrafo de uno de sus celebrados artículos, ese que dice “La magnitud y calidad del movimiento del voluntariado en nuestros días es, a mi modo de ver, una de las expresiones más vivas, eficaces y nobles de la sociedad civil ante el nacimiento de una nueva sociedad, de un mundo nuevo que debe poder surgir en el siglo XXI”. Falleció en Madrid el 1 de abril de 2020 a los 91 años de edad tras haber firmado una vida intensa.

Estuvo en organizaciones internacionales como el Club de Roma, la OEA, el Club de La Haya, la Unesco o el Banco Mundial

La educación y el voluntariado fueron dos de las ‘armas’ que manejó en su vida con mayor soltura