Ahora ya nos permiten regresar a las calles. Aunque sea con horas tasadas. Intenté salir ayer. En la franja vespertina. Me produjo escalofríos el ruido de la puerta del apartamento al cerrarla tras de mí. Me aterrorizó el traqueteo de la cerradura girando e impulsando los pasadores en los pestillos. El portal de mi casa, el de siempre, me pareció el interior de una cripta en penumbras. Hasta apestaba como un osario. A humedad, a tabaco, a hierbas quemadas. Alcancé el portón de madera y forjados con dificultad. Lo toqué con reparo. Tomé el pomo y quise empujar. Pero no lo conseguí. Fui incapaz de reunir el valor suficiente. Cuando puse la mano sobre el latón dorado, obscenamente brillante, percibí una especie de chispazo en los dedos que me subió por el codo hasta el hombro. Pensé que estaría demasiado frío, o demasiado caliente, o cargado de electricidad estática. Di la vuelta.

Enfilé escaleras arriba de nuevo. Me tranquilizó el crujido de la madera en cada peldaño. Es como si gimiera al reconocerme. Odio los ascensores. Jamás puedes adivinar si llevan gente dentro; a menudo, personas impertinentes. Además, los diseñadores de los elevadores acostumbran a decorar su fondo con un horroroso espejo. Últimamente, estas máquinas hasta se empeñan en hablar. Debieran prohibirse.

Otra vez con la llave en la mano, me calmó el modo preciso en el que el acero dentado entraba en su ranura, se deslizaba y resolvía el misterio de los cierres engranados. Me produjo placer el aroma reconocible de mi apartamento.

Levanten o no el confinamiento completamente, me quedaré unos días más en casa. A pesar de que concluya el estado de alarma o como diablos lo llamen. Me inquieta la idea de pisar la calle. A medianoche, el único momento en el que me permito asomar entre los visillos, observo pocos paseantes. Algún perro solitario. Parejas, protegidas con mascarillas, que apuran el paso. Nadie confía en nadie. Coches de policía con las luces azules encendidas. Esas luces que todo lo convierten en una película de Murnau. La sombra de un palo apoyado en una papelera resulta poderosamente amenazadora alumbrada con esas luces.

Soy consciente de que miles de ojos insomnes lo vigilan todo desde ventanas y balcones. Me percaté al principio de esta locura. La gente, la misma que ocupa los ascensores, se aposta en los postigos como acostumbran los habitantes de las aldeas del páramo. Tal que si no existiera la televisión. A lo mejor se han aburrido de la vida y milagros del vecindario electrónico que les inventan los canales generalistas. A lo mejor precisan juzgar a vecinos de carne y hueso. Esa es una de las aportaciones de esta peste: el viejo control social de las contraventanas, casi medieval. La hoguera. El cepo. La guillotina. Se me erizan los vellos de los brazos y la espalda. Los noto. Es esa sensación de un cubito de hielo que resbala sobre la columna vertebral.

Carezco de teléfono, ya sea fijo o móvil. Alguien como yo no necesita utilizarlos. Cuento con los mismos parientes que amigos: ninguno. Prefiero comunicarme con el ayer. Para eso me bastan una taza de buen té y un libro. Mi biblioteca resulta suficiente para abastecerme de pasado así que ordenen cien confinamientos.

Las columnas de libros polvorientos ocupan los pasillos. Me gusta amontonarlos a mi capricho. Biografías. Clásicos griegos. Clásicos romanos. El XIX británico. Poesía rusa. Narradores norteamericanos. El Siglo de Oro. Realismo mágico. Ese es el recorrido entre la alcoba y el saloncito.

Por los anaqueles descansan Shakespeare, Unamuno, Chejov y tantos otros. Algo de los versos de Lorca, demasiado sentimental para mí. Me fascinan los grandes atlas alemanes de cuando la República de Weimar, con sus lomos de cuero, sus páginas de papel finísimo repletos de mapas de lugares insospechados detallados hasta lo obsesivo, salpicados de complejas palabras en el idioma de Goethe, dibujos de animales exóticos y familias de extraños humanos. Acaricio las páginas como otros acarician pieles. Me consuela palpar otro tiempo. Es mi destino

El pavor a las avenidas desiertas tras el crepúsculo es más fuerte que yo. Seguiré confinado. De nada me sirve vencer a la agorafobia y salir, si el griterío de las ventanas, o una patrulla de las fuerzas de seguridad, me impide alimentarme de la poca caza que se aventura de noche. Tampoco puedo a sangrar a cualquiera, podría portar la enfermedad y contagiarme. La enfermedad implica semanas de fiebre, malestar y reacción alérgica. La prudencia se impone. Igual que durante la gripe de 1958. Y la de 1918. O la plaga de cólera de 1719.

Regresaré a mi ataúd. Es fresco y tranquilo como debe serlo el abrazo sereno de una madre. Dormiré. Hasta que encuentren una vacuna o haya amainado la epidemia. Lo volveré a intentar en un par de meses.

Me restan conservas.

Y agua mineral.