NOS rodean constantes comentarios sobre el tiempo que pasamos delante de las diferentes pantallas que tenemos. Es un comentario bastante habitual en los grupos de whatsapp de padres y madres. También constante en conversaciones con amigos y amigas, donde siempre alguien suelta un “deja el móvil” o parecidos. Y quizás pronto también sea un comentario en ambientes de trabajo, dada la cada vez mayor conciencia que tiene la sociedad con los hábitos poco saludables que puede introducir un trabajo constante delante de la pantalla.

Por si esto fuera poco, el pasado diciembre se publicaba en una revista médica bastante reconocida -Preventive Medicine Reports- un estudio en el que poníamos cifras concretas a este fenómeno. Aquellos niños y niñas que pasen más de siete horas al día delante de las pantallas (excluyendo tareas académicas), tienen el doble de probabilidad de sufrir una depresión o ansiedad que los que usan pantallas una hora al día. Por si este dato fuera poco elocuente, en el mismo estudio encontramos informaciones sobre una mayor propensión a la distracción, una menor curiosidad, menor estabilidad emocional, una mayor dificultad para finalizar tareas o hacer amigos. Es normal con todo ello que la Academia Americana de Pediatría recomiende no exponer a nuestros niños de entre 2 y 5 años a más de una hora de pantalla al día.

En este contexto, no nos debe sorprender que este 2019 vaya a ser el primer año en la historia en la que los adultos norteamericanos vayan a pasar más tiempo delante de las pantallas de sus dispositivos móviles que de la TV. Tres horas y 43 minutos en móviles, frente a las 3 horas y 35 minutos de TV. La tendencia en los próximos años hará que esas dos cifras no paren de crecer y descender, respectivamente. Y esto, naturalmente, no solo explica el momento de cambio que está viviendo la industria publicitaria, sino también el cambio en el consumo de contenidos que están viviendo nuestras sociedades.

Contar los minutos delante de una pantalla es un dato que no refleja la calidad de lo consumido. Se puede estar leyendo un libro o viendo un documental, por ejemplo. De pequeños a nuestro padre o madre también la podíamos decir que llevábamos toda la tarde delante de un libro, y no haber aprendido absolutamente nada. Lo importante es entender la composición de ese consumo y qué implicaciones tiene para el desarrollo del aprendizaje de nuestros hijos e hijas.

Pero sí son cifras que nos tienen que hacer pensar en, al menos, algún cambio de preferencias. Una televisión es un medio directo y pasivo: me expongo a lo que me quieren mostrar. Sin embargo, un dispositivo móvil es un medio interactivo y bidireccional, donde yo voy relacionándome con lo que quiero consumir, e incluso, en muchas ocasiones, generando nuevo contenido. Como ya pasaba con un libro o una TV, el buen uso de esa pantalla dependerá de los fines que se traten de alcanzar. No tiene por qué ser necesariamente mala esa exposición si se trabaja un desarrollo formativo adecuado o si se educa en valores. La ineficiencia cultural y educativa no depende tanto del dispositivo sino de cómo se introduce en el sistema formativo de una persona. Puedo tener un grandísimo libro, que como lo utilice simplemente para que mis estudiantes memoricen, no habré conseguido nada. Puedo tener un dispositivo móvil de última generación, que como solo lo utilice para mandar WhatsApp o subir fotografías a Instagram, tampoco habré conseguido nada. Al final, cualquier humano responde a incentivos. Saber cómo y para qué se usa un dispositivo es fundamental para que el proceso funcione.

Todo esto siempre nos lleva a concluir que estamos pidiendo a la primera generación digital que normalice el uso de unos dispositivos que no solo han cambiado nuestro esquema de comunicación, sino también de consumo y de relación. Necesitamos más pausa y reflexión en este mundo digitalmente acelerado.