eRA una sensación que la acompañaba durante los últimos montajes. Difícil de explicar. La recordaba desde que encarnó a Ana Ozores en la versión teatral de La Regenta que dirigió León Soto con dramaturgia de Elisenda Alcaraz. Sintió aquello en la parte final de la gira por provincias. Lo achacó a lo pesado de las carreteras, los hoteles no siempre de primera y la compañía pertinaz y redundante.

Eso fue hace unos ocho años. Antes, jamás. Quizá fuera tiempo de tomarse un descanso. O de buscar un papel secundario en una función que tirara leguas por América del Sur. Con pausas de varios días entre representación y representación. Algo relajado. Como una cura de sueño.

Ahora se encontraba en plena temporada madrileña, sacando adelante el genial texto con el que Sandro Lera había transformado a Madame Butterfly en un personaje casi de teatro clásico. Un ente con energía shakesperiana. Brutal. Dramático. El público devoraba en silencio los 90 minutos de Butterfly descarnada. Dos veces al día los fines de semana. Con la caída del telón se rompían las manos aplaudiendo.

Hubo un tiempo en que las salvas de aplausos, los halagos, los ramos de flores y las buenas críticas la alimentaban. Ya no. Las tomaba con indolencia. Con la desgana con la que un raquítico puede acercarse a una gran tarta de manzana. Nadie había peleado por el aplauso más que ella; sin embargo, en estos momentos ni la saciaba ni le abría el apetito.

En ocasiones sentía como si, sin saberlo, un Dios la hubiera ungido con el poder de dominar la escena. Nada que ocurriera sobre las tablas y ante el patio de butacas la tomaba por sorpresa: el olvido o la morcilla de un compañero, el estallido de un foco, un fallo de sonido. Lo resolvía sin pestañear. Daba el mismo pie de nuevo al compañero extraviado en el texto; solucionaba la morcilla con una nueva, y más ingeniosa; modificaba sus zonas de desplazamiento para quedar bien iluminada por los focos encendidos. Lo que fuera. Sin excepción.

Los jóvenes del reparto, los músicos y auxiliares la reverenciaban. Decían que nadie era capaz de caminar sobre las tablas como ella. Que poseía el don de ocupar el aire y de relacionarse con el decorado de un modo único. Que su manera de modular y proyectar la voz era especial. Que hipnotizaba a la platea. La gran dama del teatro la llamaban.

¿Gran dama? Sonreía al pensarlo. Era nada. Su voz. Hacía tanto que se obsesionaba por memorizar y vocalizar a la perfección los textos que otras personas habían escrito para poner en boca de sus personajes, que ella no tenía nada que decir. Calla por cuidar esa voz maravillosa, solían argumentar en su entorno. No. Si conseguía olvidar las frases de Bernarda Alba era porque estaba aprendiendo las de Ifigenia. ¿Podrían ser mejores sus propias palabras? Nunca.

El vacío la conquistó. Cada vez le costaba más encontrar su propio rostro al desmaquillarse. En la soledad del camerino, donde huele a linimento y sudor en lugar de a Chanel Nº 5, donde las rosas siempre son de plástico y donde permanentemente aparece fundida alguna de las bombillas que acosan el gran espejo, no podía engañarse. Una vez retiradas la peluca y las pestañas postizas, una vez empapado el algodón con el tónico, el ritual consistía en retirar el maquillaje. En las comedias suele ser como desnudar un espantapájaros. En los dramas, como llamar al forense.

En su caso era mucho peor. Una búsqueda desesperada y dolorosa. Una pesquisa que alargaba cada trazo del algodón húmedo sobre las mejillas. En el espejo comenzaba a desaparecer Madame Butterfly. Pero emergía aquella viuda de Mario que velaba su cadáver durante cinco horas. Cuando el guaté borraba al nuevo personaje era Yocasta quien se hacía carne. Después, Lady Macbeth. Y Juana de Arco. La María Magdalena de Jesucristo Superstar. La Celestina. Medea furiosa. Julieta enamorada.

El algodón retira maquillaje. Pero ese rostro es un palimpsesto. Tarda horas en surgir la piel. Siempre ocupan su espacio Nora, Fedra, Doña Inés. Y sus voces, sus textos y personalidades acompañan al rostro. Resulta agotador el esfuerzo de liberar a la persona aplastada por tantos personajes. Hasta para la gran dama del teatro.

Hueca. Reseca como una ninfa que ya ha dejado volar a la mariposa que escondía, la actriz decidió deambular entre bambalinas. La muerte es la alternativa rápida y cobarde. Y en esa coyuntura fue capaz de comprender a los compañeros de oficio que optaron por ella en el momento álgido de sus carreras. También se encontraron vacíos. Carentes de cara y voz propia. Fagocitados por los personajes y el público. Presos en un gran barril de sanguijuelas.

Ella tomó una bolsa con maquillaje y ropa. Y caminó. Caminó. Caminó hasta la periferia. Se pintó la cara de blanco. Durmió en un portal. Mendigó. Se volvió a maquillar de blanco. Muchos días de sol y de lluvia después, olvidó los personajes. Se recordó a sí misma. Y encontró, de nuevo, una mirada en el espejo.

Le sorprendió. Le pareció la de una veterana actriz. Quizá fuera ella.