lE vi llorar como un niño o como un madaleno cuando Txetxu Rojo, su pasión, desenfundaba su batuta izquierda. Juegan como una orquesta, decía. Y desgañitarse en aquel Currito de la Casa de Campo de Madrid en las previas de la final de Copa de 1984, antes de que el Athletic zarandease al trepidante Barcelona de Maradona. No en vano, a Carmelo Bernaola, considerado el introductor de la modernidad de la música clásica en sus áreas de influencia, le corría el Athletic por las partituras que, como bien saben, equivalen a las venas de cualquier músico que se precie. Tanto, que Carmelo es autor de los arreglos del himno del Athletic Club, a dos manos junto a Antón Zubikarai, un periodista poeta.

Carmelo Bernaola nació en Otxandiano y pronto despertó en él una corriente armónica, la pasión por la música. Para evitar que su formación se viese truncada por el servicio militar, en 1948 se presentó a las oposiciones a músico en la Banda de la Academia de Ingenieros; tres años más tarde recaló en la Banda del Ministerio del Ejército en Madrid y fue ascendido a sargento, En la banda del Ejército coincidió con varios miembros de la futura Generación del 51 como Cristóbal Halffter, Manuel Angulo y Ángel Arteaga, junto a los que trabajaría en la búsqueda de nuevos sonidos.

Dentro de la música culta, está considerado el introductor de la modernidad de la música clásica en España, y desarrolló la aleatoriedad a través del concepto de música flexible, basado en una libertad interpretativa controlada por el autor. En los años sesenta se lió la manta a la cabeza y viajó por Italia y Alemania. Allí vivió, pero, sobre todo, aprendió. Aprendió los mecanismos de su arte, que después desarrolló en todos los géneros. En cantatas como Mística o Euskadi; en piezas sinfónicas como la Sinfonía en Do o la Sinfonieta progresiva; en piezas como su Rondó para orquesta, Numancia, Mixturas, Clamores y secuencias; así hasta 300 obras en las que están incluidas las 160 para el mundo del espectáculo, el cine, el teatro y la televisión. Pero iba por libre y nunca fue ajeno a la música popular, que cultivaba y sabía fijar en la memoria de las generaciones, como hizo con canciones como Mambrú se fue a la guerra, El cochecito leré o la sintonía de programas como La clave, de José Luis Balbín, o Verano azul, de Antonio Mercero.

Recibió la gran mayoría de los grandes premios musicales y artísticos posibles y se fue de este mundo sin saber que sus cenizas no serían esparcidas por el césped del viejo San Mamés, como él quería. O eso dicen.