Cada día que pasa sin que la brecha abierta en la ley del solo sí es sí se tapone; cada día que transcurre sin una solución que impida que más agresores de mujeres se vean beneficiados por la defectuosa construcción de la legislación aprobada para, inicialmente, proteger mejor a las víctimas; cada minuto que esta anómala e indeseable situación se prorrogue en el tiempo, la credibilidad y reputación del gobierno impulsor de la reforma perderá respaldo social y credibilidad.

No, no tiene un pase escudarse en errores ajenos o en “malas interpretaciones” judiciales para no actuar de inmediato y acabar con el error que permite aplicar reducciones penales a reos ya juzgados y condenados por atentar contra la integridad de las mujeres.

Nadie entiende ya el empecinamiento del socio minoritario del Gobierno español –Podemos– por exhibir discrepancias en lugar de ponerse manos a la obra y restañar la herida abierta en la interpretación del Código Penal. Lo relevante de esta situación es el fondo de la misma, las consecuencias indeseables que provoca y no el relato o el interés por demostrar quién defiende más y mejor los derechos de las mujeres. Eso, y no otra cosa, es lo que precisa de una acción inmediata.

Los desencuentros comienzan a ser clamorosos entre las formaciones que se sientan en el Consejo de Ministros y la división palpable entre socialistas y morados, que vaticina, sin plazo concreto, una ruptura de la alianza, puede, además, herir gravemente la pretensión de Yolanda Díaz de abrir un nuevo espacio político –Sumar– que aglutine a las fuerzas a la izquierda del PSOE. Díaz, que fue cooptada como alternativa a liderar el espacio de Unidas Podemos por Pablo Iglesias y su dedazo todopoderoso, ha dejado de ser ya la heredera preferida del establishment podemita. Al contrario, la proximidad histórica de la gallega con Izquierda Unida, su ausencia de disciplina con los círculos, unida a su nula relación personal con dirigentes como Irene Montero o Ione Belarra la han convertido en una competidora más que en una aliada de Podemos.

Su estilo... y su ruina

El distanciamiento personal y de proyecto resulta evidente y son ya muchas las voces internas que afirman que “a Pablo –Iglesias– Yolanda le ha salido rana”. De ahí el apoyo en tromba que las estructuras moradas han trasladado a Irene Montero, convertida ahora en su lideresa a proteger.

Díaz, inteligentemente, no participará en los comicios municipales y autonómicos. Sabe que en ese marco tiene más que perder que ganar. Pero Podemos no puede ausentarse de la cita con las urnas y aunque la mayoría de los cuadros territoriales están del lado de la hoy ministra de Trabajo, el aparato controlado por Iglesias se presentará allí donde pueda y con la gente que le sea fiel y con Montero como cabeza visible. Pero que nadie se llame a engaños. La hoy ministra de Igualdad no es sino una dirigente efímera. La única referencia destacable en Podemos sigue siendo y será la de Pablo Iglesias. Un personaje singular, ambicioso e inestable.

El gran público le conoció en sus orígenes como tertuliano televisivo. Mordaz e ingenioso. La fama de los platós le condujo a la política. Encontró el momento adecuado y perfecto para saltar a la arena. Con los grandes partidos sumidos en la depresión de las corruptelas, la indignación de la gente expresada en las calles y la necesidad de articular cambios,

Iglesias quiso ser Tsipras. Y así obtuvo su primer acta de eurodiputado. Fundó su Syriza. Vista Alegre fue su Plaza Sintagma y de allí fijó su rumbo para “asaltar los cielos”.

La indignación ciudadana obtuvo articulación a través del nuevo partido. Muchos creímos que asistíamos a la oportunidad de encontrar una nueva formulación de la acción política. Que había un refresco ideológico y participativo que sería positivo para todos. Aquel movimiento eclosionado tras los comicios europeos tenía su encanto y hasta una cierta visión cautivadora.

Podemos representaba una radicalidad ideológica exenta de concreción. Su música sonaba bien pero le faltaba una letra que la acompañara. Y como alternativa progresista, alter ego de un socialismo enciscado en batallas de baronías, comenzó a tener éxito electoral. Hasta el punto, habrá que recordarlo, que en Euskadi fue en dos ocasiones el partido más votado como respuesta reactiva al PP de Mariano Rajoy.

Sin embargo, pronto se demostró que era un proyecto por y para su élite. Una nueva casta con cuadros dirigentes provenientes de núcleos universitarios de profunda ideologización. Clasismo de élite. Ilustrados frente a jebos que se creían que sólo ellos representaban al pueblo frente a quienes se plegaban –nos plegábamos– a los intereses de los poderes económicos que cuidaban nuestro servilismo con las puertas giratorias.

Podemos se cree en poder de “la única verdad”. Una verdad académica que referencian en una “supremacía moral y ética”, pues la suya es la “única evidencia” incontestable. Esta forma sectaria de pensar les ha hecho vivir en una quimera permanente, en un mundo absolutamente divorciado con la sociedad real. Y para alimentarla, han utilizado el activismo de argumentario, la consigna, la demagogia y el populismo tuitero.

Iglesias peleó para llegar a lo más alto. Aunque a Pedro Sánchez su presencia no le dejara dormir, consiguió llegar al cielo del gobierno. Allí desplegó todos sus resortes para “condicionar” la acción presidencial. Él fue protagonista de escenas de enredos, de artes escénicas sobre el tablero. De postureo y sainete.

Cada vez que, por ejemplo, llamaba al PNV, era para poder decir ante terceros que ese partido avalaba sus tesis en relación a una cuestión política concreta. Lo hizo no una, sino varias veces, porque su intención era presionar a Pedro Sánchez para que aquel hiciera una cosa u otra. Primero le apretaba en casa, en su relación de socio de gobierno. Y en paralelo buscaba que otros reforzaran su causa. Aunque fuera utilizando en vano su nombre. 

Cualquier conversación o referencia por él buscada la utilizaba como ariete de su estrategia. Aunque su interlocutor no apoyara sus tesis. No importaba. Lo relevante para él era instrumentalizar el contacto, no la respuesta. Pasar por ser el muñidor o interlocutor de un grupo plural, de una alternativa  suficientemente numerosa ante una determinada propuesta política. Actuaba como Rasputín, como un gran manipulador de la coyuntura. Como un maestro utilitario de los demás. Activó en esa línea hasta a Otegi a quien hizo aliado de fuerza frente a Sánchez. A cambio de su instrumentalización, favorecería el blanqueo de EH Bildu. Socio sí, pero de conveniencia.

Hasta que Pedro Sánchez le tomó la medida. Y él, el inquieto predicador de La tuerka, se cansó del tedio ministerial. Le “ponía más” el cuerpo a cuerpo. Quiso volver a la arena en la Comunidad de Madrid. Allí, el electorado le puso en su sitio. E Iglesias simuló cortarse la coleta. Volvió a lo que fueron sus orígenes. Las tertulias, los medios de comunicación, la batalla del relato. Siempre la misma historia. Y Podemos pareció quedar descabezado. No fue así. Él estaba detrás. Como siempre. Como el amo del calabozo de Dragones y mazmorras.

La última crisis gubernamental lleva su sello. Pero la legislatura está a punto de expirar. Y Sánchez tiene ultimada su agenda y programa. La otrora necesaria mayoría parlamentaria contará poco. Lo que renta ahora es la imagen y el escenario es la presidencia española en la Unión Europea. Un marco en el que Iglesias y los suyos no pintan nada. Y sanseacabó.

Iglesias y Podemos han echado por la borda la gran oportunidad que en el 2015 les brindó la sociedad española; ser una alternativa política de futuro. Hacer política de una manera distinta. Y no lo han hecho. Su protagonismo, su manera de hacer, no es ni nueva ni vieja. Es, simplemente, mala. Es la política de la ambición, del narcisismo, de la soberbia. La política de la arrogancia, la que no resuelve nada. La que todo lo complica. La que excluye, la sectaria. Es tan mala como la que practican otros. Como la oposición absoluta del PP o la montaraz de los ultramontanos de Vox.

Por decir esto mismo en una entrevista, Andoni Ortuzar se ha visto recriminado por Pablo Iglesias (insultado, diría yo) con acusaciones de “machirulo”, “arrogante” y “chulesco”. Tal vez Pablo Iglesias no sea capaz de mirarse en el espejo. Si lo hace, verá lo que otros ya percibimos. La imagen de un personaje táctico que lleva el desprecio y la provocación en los labios. Es su estilo, y será su ruina.

Miembro del Euskadi Buru Batzar de EAJ-PNV