La pasada semana nos quedamos a orillas del río Rubicón. ¿Qué significado tenía tal cita?

En la antigua Roma, el límite dibujado por el cauce del mencionado torrente –una corriente de color terroso poco profunda situada en el norte de la península itálica y que desemboca en el Adriático– significaba un escudo de seguridad para sus instituciones, ya que a ningún general le estaba permitido cruzarlo con su ejército en armas. Era algo así como la muralla infranqueable para evitar golpes de estado, motines o asonadas contra el poder establecido.

Sin embargo, la noche del 11 al 12 de enero del año 49 antes de Cristo, el general Julio César, vencedor ante lusitanos, hispanos, galos y primer romano en llegar hasta Britania y Germania, rompió con el precepto enfrentándose al Senado que temiéndole como amenaza le había hecho llamar para ser juzgado por corrupción. César, a la cabeza de la “Legio XIII Gemina” llegó de la Galia Cisalpina hasta aquellas aguas rojizas por su fondo arcilloso y pronunció una frase que permanecería en la historia; “Alea iacta est-la suerte está echada”. Su pretensión de acabar con la República llegaba a su cénit.

Ya no había marcha atrás. Sus legionarios vadearon el río y se adentraron en Roma. Los senadores abandonaron la ciudad y comenzó la segunda guerra civil de la República romana que tuvo lugar entre los años 49 y 45 antes de Cristo.

Desde entonces, la expresión “cruzar el Rubicón” representa la inquebrantable voluntad de asumir decisiones que generarán consecuencias arriesgadas. Los márgenes del Rubicón, un fino caudal fácilmente superable, representan la delgada línea que va de la prudencia a la temeridad.

Sentido común democrático

La pasada semana nos quedábamos con el recurso presentado por el Partido Popular a las enmiendas incluidas en el Congreso por el Partido Socialista a la reforma del código penal en materia de sedición y malversación. Enmiendas que pretendían, en un propósito añadido, acabar con el bloqueo político existente en el nombramiento de determinados órganos constitucionales —Tribunal Constitucional y Consejo General del Poder judicial—.

Cierto era que tratar de modificar una ley con una enmienda dentro de una proposición de ley de ámbito distinto era una extravagancia jurídica pero de ahí a solicitar la prohibición previa del debate y aprobación del proyecto iba todo un mundo.

Sin embargo, al PP de Núñez Feijóo no le importaba mojarse en el río ni alimentar una crisis institucional sin precedentes o desacreditar la ya maltrecha reputación de unos magistrados cuyo mandato estaba ya caducado.

Así que los populares presentaron un recurso inusual. Solicitaron medidas “cautelarísimas” para tumbar la iniciativa legislativa presentada por los socios de gobierno y llamaron a su militancia en el Tribunal Constitucional a actuar en consonancia. Y los magistrados militantes del PP –dejemos ya los eufemismos de “jueces conservadores” o “progresistas”– decidieron primero sobre su inicial recusación –que rechazaron– y posteriormente sentenciaron impedir al Senado –que hasta entonces nada había tenido que ver en las enmiendas ni en el debate– la tramitación de la mencionada reforma.

Inusual, insólito e Impensable. El órgano jurisdiccional encargado de velar por preservar las garantías democráticas reservadas en la Constitución impedía al parlamento que desarrollara su función legislativa. Una decisión de fuerza que buscaba impedir el cambio de mayorías en los estamentos judiciales. O lo que es lo mismo, a través de la lealtad de representantes cuyo mandato ya ha expirado, mantener la capacidad de influencia y de mando de un poder judicial representativo de mayorías pasadas y caducadas. En resumidas cuentas, un país, una sociedad, unas instituciones, secuestradas por el interés particular de unos u otros. Un Estado fallido o lo que es lo mismo, una mierda pinchada en un palo.

Certificado el atropello –otros como el cometido contra la mesa del Parlamento Vasco (caso Atutxa), las prohibiciones de debate en el Parlament de Catalunya o la arbitraria suspensión del acta de diputado a Alberto Rodríguez, no provocaron la misma reacción– ha llegado el momento de que los protagonistas se rasguen las vestiduras. Los provocadores del incendio, los populares, se afanan por insistir en la ilegitimidad de las medidas adoptadas por el Gobierno de Sánchez, reclamando la necesidad de convocar unas nuevas elecciones “para que el pueblo hable”. Al parecer, para los de Núñez Feijóo la actual composición parlamentaria no es digna de ser reconocida como “voz del Pueblo”. ¿Será porque su partido representa la minoría en ese foro? Sensu contrario, cabrá pensarse que para los populares solo podrá calificar de “legítima voz del pueblo” la que surja de un parlamento en el que los de Génova sean mayoritarios. Y hasta que eso no pase Núñez Feijóo apurará su estrategia para denostar todo lo que no se ajuste a tal pretensión. Simplificando, que “solo habrá democracia si yo gano”.

En el sentido contrario, encontramos a quienes como Pepe Gotera y Otilio, fabrican decretos, proposiciones de leyes o enmiendas de las enmiendas, es decir chapuzas legales ómnibus en las que cabe de todo, como en botica. Estos, que llevan jugando demasiado tiempo a la disyuntiva de “yo o el caos”, han elevado el diapasón de sus críticas en un intento por polarizar la situación en un enfrentamiento de “buenos demócratas” –ellos– y “malísimos fachas” –los de enfrente–. Polarización en la que esperan obtener buenos réditos futuros en la movilización de un electorado que parecía adormilado. Bien es cierto que la alternativa de enfrente les hace “buenos” por descarte, pero la falta de diálogo demostrada por Pedro Sánchez y los suyos, especializados en procurar su supervivencia en el poder, tampoco les hace , a ojos de terceros, libres de sospecha como para ofrecerles una confianza ciega.

Además, detrás de las bambalinas de este enfrentamiento revestido de dominio de poderes (el político y el judicial) existe un protagonista oculto que maneja los hilos de los actores –especialmente los llamados “progresistas”– como un experto manipulador. Se trata de Cándido Conde Pumpido, ex fiscal general y candidato “in pectore”, por designio divino, a presidir el Tribunal Constitucional. No podemos olvidar que de su experiencia pasada destaca su papel determinante, entre otros casos, en la investigación judicial de los GAL, siendo el principal valedor del hecho de que Felipe González –la presunta X de la trama– no terminara por declarar ante el Tribunal Supremo, como así lo reclamaba en su día y entre otros, Baltasar Garzón.

Según relata el medio conservador Libertad Digital, Conde Pumpido –de cuya influencia algunos la comparan con la del expolicía Villarejo– cuenta las horas y los días para convertirse en presidente del Tribunal de garantía. En tal sentido, pone en su boca una cita que supuestamente ha planteado a sus amigos y colaboradores: “Fui designado fiscal general del Estado para arreglar el problema del terrorismo y lo arreglé. Voy a ser designado presidente del Tribunal Constitucional para arreglar el problema de Cataluña , y lo arreglaré”.

Junto a estas maniobras orquestales y sus protagonistas, los socios minoritarios del ejecutivo español se salen del tiesto otra vez y al más puro estilo de su mentor, el exvicepresidente hoy tertuliano y comentarista audiovisual Iglesias, claman contra el “golpe blando” o la dictadura de los oligarcas regando las instituciones del país de mociones, declaraciones institucionales o iniciativas que nada tienen que ver con la normal actividad de entes locales o territoriales, ajenas a la encarnizada pelea en el lodazal político-jurídico.

Su delirio es como un intento de subversión discursiva que pretende irrumpir y contagiar al conjunto institucional de la paranoia que se vive en la capital de la Corte. Pero sus aspavientos poca relevancia tienen en la actual tormenta que podría disolverse en un vasco de agua si los representantes judiciales en el Consejo General del Poder Judicial desarmaran sus estrategias y nombraran nuevos magistrados del constitucional a través del consenso.

Si así lo hicieran, la madre de todas las batallas, la confrontación de poderes, el duelo al sol de los principales partidos españoles pasaría de página y el conflicto se extinguiría. No sería preciso ni proposiciones de ley, ni nuevos recursos ni declaraciones institucionales de ningún tipo. Sería un gesto de retomar el sentido común democrático, algo que parece haberse perdido en el Estado español.

* Miembro del Euskadi Buru Batzar de EAJ-PNV