TIENEN razón siempre las muchedumbres contestatarias que convierten las calles en un grito de protesta, o de lástima, en lugar de proferir voces de esperanza? Esta pregunta, aquí expresada en términos algo grandilocuentes, viene a cuento ahora que las calles de Catalunya, de Barcelona sobre todo, han estado llenas de gente protestando, voceando consignas en contra del Gobierno del Estado al que pertenecen (y al que suelen pedir tanto respeto como protección), provocando algaradas, destartalando el mobiliario urbano, quemando todo tipo de objetos inflamables, desordenando la convivencia, sometiendo a los ciudadanos (catalanes o visitantes) al rigor y a los riesgos de una especie de sublevación tan absurda como improcedente. Las circunstancias que concurren son tan burdas como poco convincentes. Veamos.

Durante los últimos años, los partidos nacionalistas catalanes (mal llamados “catalanistas”, porque los no nacionalistas también desean una Catalunya “próspera y saludable”), se han empeñado en subvertir el orden constitucional imperante sin tener en cuenta las leyes que rigen la convivencia de los catalanes de toda condición. Para ello desacreditan el orden constitucional, que consideran ajeno a la voluntad de todos los catalanes a pesar de que tal postura trasgresora no está suficientemente contrastada. Dichos partidos apoyan su reivindicación en las representaciones de los partidos nacionalistas catalanes en las instituciones, derivados de los resultados electorales y los pertinentes cálculos, pero no en el recuento real de los votos (votantes y abstencionistas). Si tuviéramos en cuenta los votos emitidos a los partidos políticos, los probables independentistas no pasarían de un 35% por ciento, o poco más. Sin embargo, los líderes independentistas saben que si se enrarece el ambiente en las calles, si se ponen algunos obstáculos a la convivencia de los diferentes y se recurre al ejercicio de la violencia en las calles (a poder ser controlada), esos porcentajes de adeptos puede crecer. También pueden reducirse, digo yo, porque una muchedumbre reivindicativa no tiene por qué culminar en una minoría de exaltados, encapuchados, impersonales y sólo representativos de la clandestinidad siempre perversa y tan remisa como cobarde. Quiero decir que bien cabe pensar que no toda la muchedumbre que se manifiesta va a ser partidaria exclusivamente de la independencia.

Si, además, esa colectividad humana está siendo gobernada por holgazanes interesados en favorecer el desorden -léase Torra, Colau, Puigdemont, y algunos más-, todo puede acabar como el rosario de la aurora, en un marasmo de tempestades y violencia, tanto más perjudiciales para la convivencia como irracionales. Han sido, son, días de fuego en las calles, de violencia, en los que las fuerzas del orden se las ven y se las desean para mantener las calles en un orden, ciertamente desordenadísimo, que no facilite la más mínima disculpa a los agitadores para subir su nivel de violencia. Sí, de violencia, aunque los líderes indepes se empeñen en pregonar que sus protestas no son perturbaciones del orden. Pero las calles, de Barcelona sobre todo, son antorchas encendidas hábilmente alimentadas por muchachuelos que, a buen seguro, muchos de ellos no sabrán ni los nombres ni los cargos de los gobernantes condenados en la cárcel.

En realidad, estamos en medio de una vorágine anunciada, porque solo a un incauto o inocente, o a un malintencionado, se le ocurre pensar que los pasos dados por los encarcelados en el ejercicio de su desastrosa gestión al frente del Govern pudieran quedarse en una mera regañina, incluida una sanción económica que no pagarían ellos sino que serían acopladas a las cuentas públicas por ellos administradas. Cuando los líderes independentistas, y sus representantes en libertad, han pregonado que en el procés solo cabía la absolución, solo estaban eligiendo lo que más convenía a sus intereses y estrategias: sabedores de que la absolución no era posible, sus promesas solo auguraban que se trataría de una sublevación, o como mínimo una agitación tan incómoda como fuera posible, capaz de doblegar a la conciencia colectiva de los catalanes no independentistas.

Ha sido muy contraproducente que el Gobierno catalán haya ido cayendo en mentes cada vez menos solventes, cada vez más coléricas, cada vez menos vocacionales del servicio público y más entregadas al activismo de quienes han querido llegar a las páginas de la Historia por su valor agresivo en lugar de llegar por sus valores humanos. Puigdemont y Torra no han abandonado en ningún momento esa sonrisa provocativa y sardónica que parece ausente de los momentos difíciles por los que atraviesa (o atravesaba) su comunidad, o sus vecinos y administrados. Por si fuera poco, Puigdemont huyó a otras tierras, a vivir holgadamente, mientras sus compañeros de gobierno ingresaban en prisión. ¿No es prueba suficiente de su descaro y desidia? Y Torra, que no ha huido, ha preferido no estar, permanecer callado o solo abrir la boca para decir estupideces, porque tal como ha afirmado, se ha comportado como un activista. El es un activista y no un president del Govern. Por eso sus administrados campan por las calles de la bellísima Ciudad Condal avivando fogatas, amedrentando a las gentes que ven la cresta de las llamas tan cerca de sus ventanas y pasan miedo.

Es verdad que una muchedumbre (500.000) procedente de toda Catalunya ocupó las calles de Barcelona sin tumultos ni desórdenes públicos excesivos, pero los líderes indepes que pidieron a los catalanes que acudieran a la manifestación, no han gastado ni una átomo de su saliva para criticar y pedir a los violentos que están rompiendo la ciudad que dejen sus actitudes destructivas y violentas. Esto es, también, lo que delata a los gobernantes independentistas. Porque una muchedumbre no alcanza su legitimidad en el número más o menos elevado de los que participan en ella, sino en el rigor de lo que cuestionan, de lo que solicitan, de lo que pregonan o desean obtener. Y es difícil encontrar condición en la pléyade de muchachos que cubren su rostro con capuchas, que levantan las calles para extraer adoquines arrojadizos y queman la convivencia en fogatas que distribuyen por aquí y por allá. Deberían reflexionar sobre esto los catalanes indepes que, por cierto, no son una muchedumbre más nutrida que la de los constitucionalistas. (no es la cantidad lo importante). Peor aún, bastante menos nutrida si solamente nos atenemos al rigor de las cifras y las cantidades.

Termino respondiendo a la cuestión con que he abierto el artículo: “¿Tienen razón siempre las muchedumbres contestatarias que convierten las calles en un grito de protesta, o de lástima, en lugar de proferir voces de esperanza?”. Mi respuesta es clara: en este caso, no.

* josumontalban@blogspot.com