EL campeón de campeones en el “donde dije digo?” es Albert Rivera. Sus pensamientos e ideas son más dinámicas que el dúo de Manolo y Ramón. Y con la misma cara imperturbable dice una cosa y la contraria con total solemnidad. Dice y hace cosas diferentes. Lo acaba de demostrar nuevamente. El pasado jueves se anunciaba el principio de acuerdo alcanzado por su partido -Ciudadanos- y el PP para gobernar en Castilla y León. El pacto inicial de las “derechas cobardes” garantizaba la presidencia de la comunidad para el PP y como contrapartida los naranjas recabarían las alcaldías de Burgos y Palencia, así como las diputaciones provinciales burgalesa y segoviana. Sí, sí, la presidencia de las diputaciones provinciales.

El partido naranja, en su programa electoral de 2016, explicitaba que “suprimiremos las diputaciones provinciales, garantizando unos mejores servicios públicos, más baratos y sin corrupción. Las diputaciones provinciales son entes de dudosa utilidad, escaso control democrático y foco de corrupción”. En consonancia con tal pronunciamiento, apenas hace tres meses -en marzo de este año-, el pimpollo ciudadano Rivera reiteraba con machaconería su propuesta de hacer eliminar los entes “provinciales” ya que, a su juicio, solo servía como “espacio para los enchufados de los partidos”.

Hoy, los segundos en el escalafón de la foto de Colón se encaraman a las diputaciones castellanas con gozo y algarabía. La misma que les hace compartir alianza con una derecha extrema de Vox allá donde sus votos resultan imprescindibles para conformar mayorías “patrióticas” (Andalucía, Madrid, Murcia?). No es cuestión de coherencia ni de valores. Es marxismo puro: “Si no le gustan mis principios, tengo otros”. Así lo ha reconocido descarnadamente Francesc de Carreras, uno de los creadores del movimiento Ciutadans que alumbró el partido naranja. En una carta abierta publicada por el diario El País, explota el escozor que siente una parte importante de la base reformista del partido de Rivera. “No entiendo -indica Carreras- que ahora nos falles, Albert, que nos falle C’s, que el joven maduro y responsable se haya convertido en un adolescente caprichoso que da un giro estratégico de 180 grados y antepone supuestos intereses de partido a los intereses generales de España”.

Al lado de los naranjas está el PP. Después de unos instantes de relajación tras el batacazo electoral de las generales, Pablo Casado ha recobrado su pulso una vez pasados los comicios locales y autonómicos. No es que los resultados le hayan ayudado a repensar su estrategia como consecuencia de una desaceleración en su caída. La hipótesis de volver a gobernar en la comunidad madrileña ha espoleado al líder menguante del PP, que ha vuelto a recuperar tono y altanería de radicalidad. Ahora es él, Casado, quien entona el “no es no” ante Sánchez, si bien su discurso más acerado lo ha vuelto a protagonizar su escudero fiel, Teodoro García Egea: “El PP no solo no va a facilitar una investidura de Pedro Sánchez, sino que vamos a dificultarla”.

Una cosa es que exista un desacuerdo, que no haya coincidencia y que se niegue el apoyo a una investidura como signo de diferencia, de protesta o alternativa. Pero de ahí, de no cooperar, a “dificultar” la formación de un gobierno como elemento de obstrucción, de resistencia activa, va un largo trecho. Tal pronunciamiento de política destructiva solo la entendíamos en formaciones antisistema o de máxima radicalidad. Nunca en organizaciones de tradición democrática, Pero, más allá del exceso verbal del político ciezano, encontramos la contrariedad de los argumentos expresados por el propio Casado de cara a posibilitar una investidura gubernamental.

Sus palabras se pronunciaron en julio de 2016 en una entrevista concedida en TVE. Por entonces, Pablo Casado era diputado y quien se presentaba a la elección era Mariano Rajoy. Esto es lo que decía el líder menguante del PP solicitando una abstención “responsable” del entonces partido de la oposición, el PSOE: “Me resigno a pensar que en España, la nación más vieja de Europa, la cuarta economía de la zona euro, no vamos a ser capaces de desbloquear una investidura. No hablo de un acuerdo de gobierno como en Alemania (...) Imaginemos que el PSOE le saca cincuenta y dos escaños y dos millones y medio de votos al PP, ¿alguien podría entender que bloqueáramos la investidura del líder socialista? Tendríamos manifestaciones en la puerta de nuestra sede. Por eso espero una abstención responsable del PSOE para facilitar la investidura del Mariano Rajoy.”

La hipótesis planteada por Casado en 2016 se hizo realidad en abril de este año. Los socialistas sacaron 123 diputados y casi siete millones y medio de votos. El PP quedó segundo, con 57 escaños menos y tres millones de votos de diferencia con los socialistas. Sin embargo, ahora el PP no valora una “abstención responsable” sino que abiertamente habla de “dificultar” la investidura. Los principios de Groucho Marx se quedan pequeños ante tanta frivolidad.

Unos y otros, los herederos de la Gürtel y sus primos de Rivera, han demostrado que son “patriotas” de boquilla, de bandera de pulsera y poco más. Apelan al futuro de España para deslegitimar a los “independentistas”, a los “nacionalistas” y a quienes se oponen a una uniformidad impuesta. Denuncian la falta de patriotismo de Sánchez. Pero son precisamente ellos los que, por abandono de sus responsabilidades para con su Estado dan oportunidad y protagonismo a quienes jamás hubieran/hubiéramos pensado -y mucho menos deseado- ser copartícipes en la gobernabilidad de un país que no sienten/sentimos como propio. Pero no tener vocación ni voluntad de colaborar en la gobernabilidad de España no significa eludir la enorme responsabilidad de hacer lo posible para que los problemas que nos sacuden a todos puedan ser abordados eficazmente en beneficio de la comunidad, de todos.

Eso no significa que los nacionalistas, los independentistas -en nuestro caso el PNV-, hayamos decidido ya apoyar a Sánchez en su investidura. Que no se equivoque nadie. Ni el propio PSOE. Eso revela, simplemente, que por nuestros principios -los nuestros- y en la defensa permanente de los intereses de la sociedad vasca y del autogobierno de nuestro país (Euskadi) no vamos a renunciar nunca a ejercer nuestra responsabilidad allá donde una parte de nuestro futuro esté en juego. En Madrid, en Bruselas o donde fuere.

Nuestra cultura política, la de los nacionalistas vascos, mantiene firmemente arraigado el valor del diálogo y el acuerdo entre diferentes. Aunque en ocasiones los pactos no sean necesarios. Buena muestra de ello acontecerá a lo largo del día de hoy en los ayuntamientos vascos. Diálogo, colaboración, respeto a las mayorías. A todas. A las surgidas directamente en las urnas o a las sobrevenidas como consecuencia de acuerdos posteriores. Todas ellas son legítimas y expresan un principio democrático básico: que solo puede gobernar quien más respaldo de la ciudadanía recibe.

En lo que respecta a la política madrileña, algunos parecen obcecados en centrar el interés en el gobierno, en lugar de en la gobernabilidad. Hacer posible un gobierno, fructificar una investidura, una candidatura, es importante; pero lo es con mayor intensidad si cabe garantizar la gobernabilidad, la acción de un ejecutivo, con su presupuesto, su programa y con las medidas sectoriales.

Ese interés por el regate en corto, por la simulación aritmética de apoyos, alimenta el morbo y el entretenimiento mediático. Sin embargo, lo relevante, lo trascendente está más allá de los guarismos necesarios para que Sánchez y el PSOE alcancen la investidura.

La gobernabilidad en España sigue a la espera de acuerdos. El tacticismo, cimentado desde hace tiempo, sigue siendo el peor aliciente de una actividad política desnaturalizada por los vetos, la judicialización y la falta de compromiso suficiente para abordar los cambios legales y jurídicos que posibiliten dar salida a la profunda crisis institucional, territorial y de confianza instalada en el Estado. Aguardamos la llegada de la política. En palabras de Oriol Junqueras, de la “buena política”. Confiamos en que el momento prospere. Es cuestión de principios.