Tronaron durante semanas las voces de quienes rellenaron sus espacios poniendo en solfa la participación de Israel en el Festival de Eurovisión y que, sin embargo, enmudecen ahora en puertas de que arranquen unos Juegos Olímpicos a los que la delegación hebrea acude con 88 deportistas para competir en 16 disciplinas. Ni un pero. La distinción refuerza la impresión de que el objetivo no era atacar la injustificable decisión de la UER, sometida al origen de su principal patrocinador, sino que se trataba, una vez más, de tirar al blanco fácil y desnudar, cómo no, las fobias a las características e identidad del evento musical. Ardo en deseos de averiguar cómo las distintas televisiones describirán el paseíllo israelí en la ceremonia de apertura de un evento sobre el que se cierne la terrible sombra de la geopolítica, no solo por el genocidio en Gaza y el interminable conflicto bélico entre Rusia y Ucrania, sino porque las potencias aprovecharán la ocasión para pugnar de forma descarnada para proyectar su imagen y autoafirmar el que, a su juicio, debe ser el modelo que impere en este desorden mundial recurriendo otra vez el deporte como excusa. ¿Dónde queda el espíritu olímpico? Quizás haya que retrotraerse al fundador de los Juegos modernos, el polémico barón Pierre de Coubertin, cuando se atrevía a hablar de disciplinar a los indígenas, de la supremacía blanca o de trasladar al terreno de juego las tácticas napoleónicas. Lo mismo no hemos avanzado tanto.
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