En la foto de familia del primer gobierno de Pedro Sánchez, el de la moción de censura, desentonan cuatro ministros: Josep Borrell (que tiene un aire a tribuno romano), Luis Planas (el compañero de trabajo maduro que se apunta a la salida de txosnas de los veinteañeros de la empresa), Isabel Celáa (profesora de latín o embajadora en el Vaticano, su cargo actual) y José Luis Ábalos (un señor de Logroño, por citar una ciudad casposilla). El resto de ministros y el presidente eran la viva imagen del progreso, que se elevó hasta rozar el misticismo con la entrada de Pablo Iglesias en el Ejecutivo. Se supone que Celáa, Borrell y Planas, junto a otros miembros del gabinete, aportaban la experiencia en la gestión y cierto equilibrio en el rumbo. La presencia de Ábalos era otra cosa. La guerra de trincheras une mucho y el general quiso reconocer la labor del oficial que se había mantenido a su lado mientras caían las bombas. Hace tiempo, un directivo de una gran empresa, tras explicarme que la número tres de la compañía, que me acaba de presentar, ganaba más que el presidente del Gobierno, dejó una pregunta en el aire. ¿Por qué va a querer una persona bien preparada entrar en política? Él sabía la respuesta, yo sabía a dónde quería llegar: en política entran los que quieren mejorar la sociedad o los que no cobrarían ese sueldo en el sector privado. Y desde hace unos días está claro en qué grupo está Ábalos.