LOS sábados por la tarde no son como los domingos después de comer, cuando hay licencia para hacer uso temprano del pijama y anclarse en el sofá. Claro que se puede tener toda la buena intención de aprovechar la tarde y que la ira meteorológica le chafe a uno el propósito. Ejemplo: la tormenta del pasado sábado, cuando no quedó otra que refugiarse en el local más cercano, un bar. Daban un partido sin gran interés, Celta-Mallorca, y nos sentamos frente a la tele para, a distancia, disfrutar de la soleada tarde de Vigo. Al poco tiempo, dos parejas con un hijo cada una, ocuparon la mesa de delante. Serían las 19.00 horas. Las criaturas, Maite y Ander, tardaron lo que dura un refresco en las manos de un niño en empezar a levantarse y a desviar la atención de los presentes. Dejó de llover y salimos a la calle coincidiendo con el final del partido. Para entonces, Maite, de unos cinco años, y Ander, que rozaría los diez, llevaban cerca de una hora allí y el eco de sus nombres sonaba. “Maite, no te quites la chaqueta”. “Ander, no comas tantas patatas”. “Maite, no te subas a la silla”. “Ander, ¿no ves que no dejas ver?” “Maite, no molestes al señor”. Frases que llevaban a una conclusión formulada en una pregunta evidente: ¿Qué diablos hacían esas criaturas en un bar? Dos horas después, volvimos al bar con la idea de acabar la jornada con otro consumible, allí seguían ya totalmente desquiciados: “Me estás dando la tarde”, dijo la amatxu de Ander. Pues anda que tú a él, casi se me escapa.