MUCHO me temo que el sainete de Rubiales pasará como una tormenta de verano guionizada por alguna plataforma mientras que el fondo del asunto, por mucho jolgorio reivindicativo bajo el hashtag #Seacabó, asomará en su versión más cruda. Comentarios a pie de playa me dieron de bruces con la realidad hasta hacerme perder la compostura. “¡Si solo le ha dado un beso. No sé qué país estamos construyendo!”, asentían unas sexagenarias de Xàbia que no tardaron en evocar a Montero y, de paso, en rogar que “los vascos” apoyen a la derecha. Macedonia de rancio abolengo que cría herederos del machismo. “No es para tanto, desmadráis el tema”, le dijo también un joven a su pareja, que le frenó en seco con un “vamos a dejarlo”. Ejemplos que me llevan a compartir la reflexión de la escritora María Bastarós sobre un gen cultural difícil de desterrar: “Siempre hay una excusa en la manga para un hombre que toca a una mujer de una forma inesperada e invasiva; es el calentón, es el ciego, es la broma, es la euforia...”. La desazón hizo que me despreocupara de la insípida reacción del fútbol de élite masculino, las frías posiciones de otros, el postureo institucional y la jeta posterior de los señoros conversos del caso. Lo más grave es que un sector considerable de esta sociedad sigue riéndole la gracia a la palmadita en el culo. Si en un clima de éxtasis alguien se cree con derecho de darte un pico, qué no será capaz de hacer en plena discusión.

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