Pasaron 15 años antes de que descubriera la enciclopedia. Un total de 103 tomos de 7 centímetros de grosor por barba reuniendo todo el saber en plan extensivo. Ya saben, la edad de piedra, la de bronce, la del acero y luego la del papel y más tarde la de internet. Evoluciona o muere. Día de San Ignacio, Algorta, casa familiar de la amatxu. Y por algún motivo la criatura repara en la Espasa-Calpe, negra y con letras doradas, y pregunta años después por primera vez por los volúmenes que se agolpan en una enorme vitrina en el comedor y que ha visto miles de veces. “¿Era necesario de verdad tener tantos libros?” La amatxu le recuerda que durante siglos la cultura se ha transmitido a través de ellos y que, cielos, no había internet hasta hace dos madrugadas de la humanidad para hacer un trabajo de la escuela o la universidad. Silencio. “”Pero cómo se busca algo en una enciclopedia, pregunta el nativo digital. “Igual que en un diccionario, orden alfabético”, responde ella y se da cuenta de que la relación del teenager con un diccionario es similar a la que tiene con un cohete nuclear intercontinental. Plan B: “Piensa algo que quieras saber y búscalo en el tomo que le corresponda”. “Pero qué”. “Lo que quieras”. “No entiendo”. Plan C: “Abre un tomo y lee lo primero que aparezca”. Ahí viene otra gran sorpresa. “Es que una cosa no tiene nada que ver con otra”, dice ante países, personajes, verbos y objetos que empiezan por la r sin criterio aparente. “Vale, ya me hago una idea”, dice mientras cierra el tomo.