CUANDO saltó la noticia del apuñalamiento del escritor Salman Rushdie, enseguida recordé el encuentro que mantuve con él en la Alhóndiga en 2011 cuando llegó a Bilbao –por cierto, sin ninguna escolta– para inaugurar las jornadas de Gutun Zuria. En febrero de 1989, el ayatolá Jomeini hizo un llamamiento público para que se matara a toda persona implicada en la publicación de su novela Versos satánicos, por considerar una ofensa para el islam el contenido de la obra. Los nueve años siguientes el autor los pasó en la clandestinidad, protegido día y noche por agentes del servicio especial de Scotland Yard, y aprendió a cambiar constantemente de domicilio, hasta trece veces en veinte días. Hasta que un día, según confesó en Bilbao, se dio cuenta de que no podía esperar indefinidamente a que el régimen iraní le autorizara a hacer su vida, que no podía conceder al miedo más poder del que realmente tiene. “Me intentaron callar pero lo único que he hecho es hablar más alto”, dijo en su visita a la ciudad. Rushdie tenía confianza en la desaparición del radicalismo fundamentalista y también en la de los dictadores seculares. Esas palabras resuenan ahora en mis oídos cuando un simpatizante del Gobierno iraní ha arremetido contra él con un cuchillo. Afortunadamente, el escritor ha recuperado la voz y es capaz de respirar sin ayuda. A pesar del terrible ataque que ha sufrido, seguirá creyendo que es crucial decir lo indecible.

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