E seguido desde la distancia el debate y los altercados sobre las no fiestas de Euskadi. He sentido vergüenza por el desatino de lo acontecido en Donostia y otros municipios vascos y alivio porque en Bilbao las cosas se hayan desarrollado dentro de cauces más o menos correctos. Ver cómo las televisiones madrileñas metían en el mismo saco los desmanes de los turistas de Magaluf y los disturbios en la parte vieja donostiarra ha sido un auténtico bochorno. Por ello, que la no Aste Nagusia bilbaina no haya generado interés en la prensa estataloide debido a que el comportamiento ha sido más cívico ha sido gratificante. Ocurre que la raíz del problema no es otro que la decisión del Gobierno vasco y los ayuntamientos de no permitir la más mínima celebración oficial y la respuesta de neandertal de los que estaban decididos a no acatarlo, como si fuera el último verano de su vida. En otros lugares, por ejemplo en el Madrid de Isabel Díaz Ayuso, no se han registrado incidentes y el motivo es muy sencillo: se han permitido las celebraciones. Lo vi en directo el sábado pasado en Alcalá de Henares, donde nos sorprendió el bullicio -llegamos a pensar que el municipio cervantino era una meca de las despedidas de soltero de los habitantes de la capital- hasta que nos contaron que eran las fiestas del pueblo. Fue en la oficina de turismo, donde, tras explicarnos que no era posible entrar en la catedral o en la Universidad por el covid, nos animaron a sumarnos a la algarabía del recinto ferial. Cosas de los madriles.