IRÁ como nunca los clavos de las zapatillas sobre el tartán, el sonido del viento, las órdenes a gritos de los preparadores y hasta los gorgoritos en el agua en cada brazada. Son los Juegos del silencio en el país más tecnológico del mundo y la tercera economía del planeta. Solo el bálsamo del espíritu olímpico, cada vez más mediatizado por otros intereses, nos sitúa ante la trascendencia del evento, que se celebrará casi virtual al compás de cómo han discurrido nuestras vidas devastadas por la pandemia, bajo férreo control y restricciones. El único grito de ánimo que escuche frente al televisor será el que cruce la pared que le separa de su vecino, entregado también a la causa. El Gobierno japonés ha bailado entre dos aguas, las del COI, pendiente de sus cuentas, y las de la recelosa ciudadanía nipona. El 75% de los ingresos procede de la venta de derechos de imagen y su cancelación habría generado un agujero de hasta 3.500 millones de euros en la familia del Olimpismo y una sangría de 13.560 en el territorio asiático. Por eso se decidió poner a salvo los Juegos dándole al botón del mute. Sin público. ¡Quién sabe! Igual impresionan tanto como aquel documental, El mundo del silencio, donde Cousteau nos descubría las maravillas de las profundidades marítimas. A expensas de averiguar cómo afectará psicológicamente a los deportistas la presión ambiental, mejor dicho la ausencia de ella, quienes se coronen cantarán victoria a lo grande: los héroes del silencio.

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