ODO era oscuro. Casi negro. El mundo cambió de la noche a la mañana. Un virus irrumpió en nuestras apacibles vidas y transformó la cotidianidad en incertidumbre. La salud se volvió quebradiza. Los trabajos, para los que los tenían y para los que los conservaron, se convirtieron en una prueba de ensayo sobre nuevos métodos de explotación. Nos arrebataron las relaciones sociales y las familiares. Nos impidieron compartir el duelo de la muerte con nuestros íntimos más cercanos. Nos recomendaron usar guantes para evitar la transmisión del bicho, para luego desecharlos y cambiarlos por la utilización obligatoria de una mascarilla que de primeras no valía para nada y con el tiempo se convirtió en la panacea para frenar la expansión del coronavirus. Borraron de un plumazo toda expresión de cultura, ya fuera en forma de cines o teatros, o la más popular, la que va aparejada con las fiestas de pueblos y ciudades. Dibujaron un panorama desolador, con el que jamás habíamos soñado ni en nuestras peores pesadillas. Sin embargo, ocho meses después de aquel 15-M una tenue luz asoma en el horizonte. La vacuna fabricada por los laboratorios Pfizer, con un 90% de eficacia en los test preparatorios, nos permite recuperar aquella sonrisa perdida en los estertores del invierno. Solo hay que pedir que de aquí a la próxima primavera no nos asusten con nuevos y negros nubarrones.

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