OMO la reina malvada en la fábula de los hermanos Grimm, el ciudadano contempla absorto cómo la clase dirigente se revuelve en su ego para preguntarle a su espejito quién es el más guapo del reino. Sin ápice de autocrítica y regalando manzanas envenenadas a golpe de titular, la gestión política de esta crisis no es más que un cruce de reproches por ver quién la tiene más grande, y no precisamente la empatía con el dolor de quienes padecen las consecuencias de la pandemia y no cobran dietas y desplazamientos por trabajar a través de videollamada desde un hogar propio de ¡Hola!. Su relación es tan tormentosa con la realidad que han convertido el guion de sus dislates en un sálvese quien pueda, a poder ser uno mismo y sin bajarse del burro aunque les lluevan chuzos de punta desde el ámbito sanitario, familiares de víctimas, asociaciones varias, tuits irrebatibles y hasta desde sus filas. Y todo aquello que no les sonría, pues bulos. Un relato diario donde unos se refugian en la comparación de cifras y otros literalmente se esconden o las dejan reposar, como si el tiempo templara el sufrimiento o dejara de generar alarma. Todos admiten haber cometido errores por la inédita gestión, pero ninguno pronuncia uno solo en alto. Abundan mensajes de manual, prefabricados y enredados entre subordinadas; y escasea la transparencia y la proximidad. Lo mismo cuando toque elegirles, la gente decide confinarse y decir: "¡Hala guapos!".

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