NO es la primera vez que amanezco en esta página con material no muy fresco -esta columna está escrita antes de conocer los resultados de ayer- y de hecho la intención es poner el foco en el día después. Asistí en mis primeros golpes de ciego en esta profesión a un ejercicio de realpolitik descorazonador. Un juntero explicaba a un colega de otro partido los beneficios de una proposición para incentivar el mundo rural en Araba. El señor A, que defendía la propuesta, demostró al señor B que su plan favorecía la inversión en el campo. El señor B, que tenía una casa en un pueblo, se vio obligado a reconocer que la iniciativa le beneficiaba, pero, tras un acto de sincera contrición, recordó que no tenía otra opción que votar en contra por disciplina de partido. A mis veintitantos años, aquella escena sembró todas las dudas posibles sobre la clase política. ¿Qué fuerza gravitacional obliga a un parlamentario a votar en contra de aquello que es bueno para los ciudadanos por seguir la disciplina de partido? El misterio está fuera de nuestro alcance intelectual y, sin embargo, uno no puede dejar de lamentar que la partida se juegue a todo o nada. El partido que gana casi está forzado a asegurarse una mayoría sólida si quiere evitar que su gobierno viva sumido en la inestabilidad similar a la de dormir cada noche en una hamaca. Si la oposición no está por la labor, el país no avanza y transcurren cuatro años, que pasan muy rápido, sin pena ni gloria, cuando a todos les interesa que el país avance.