Hasta cuándo se puede mantener la imagen de irritante debilidad del Gobierno de izquierdas. Hasta cuándo va a soportar Pedro Sánchez el chantaje de Carles Puigdemont. Hasta cuándo seguirá gobernando el líder socialista bajo el ardid recurso del real decreto ley, tan refractario a un mínimo talante negociador. Hasta cuándo habrá que esperar a conocer el contenido real y verdadero de las negociaciones con Junts. Hasta cuándo durará la insoportable pelea navajera en esa izquierda alternativa plagada de egoísmos y rencores. Hasta cuándo esconderá el independentismo neoconvergente la peligrosa careta de su auténtica razón de ser tan cerca a la xenofobia. Hasta cuándo aguantará ERC su papel político y mediático difuminado dentro y fuera de Catalunya. Hasta cuándo mantendrá el PP su discurso incendiario sobre las intrínsecas cuestiones de Estado. Hasta cuándo permitirá Feijóo que Díaz Ayuso desprecie las relaciones institucionales. Hasta cuándo controlará Abascal la rebelión interna en Vox. Hasta cuándo se prolongará la significativa relajación de la UE en su encargo de desbloquear la renovación del Poder Judicial. Hasta cuándo se prolongarán la negociación y las coacciones de los próximos Presupuestos.

El atropellado pleno de los decretos a granel ha dejado un comprensible reguero de lecturas tan interminables como interesadas. Pero, sobre todo, un regusto amargo más allá de su suerte final. Un descrédito parlamentario que reúne, por la mayoría de sus formas y algunos de sus fondos, el precario mérito de no convencer siquiera a quienes acabaron por sonreír. En los escaños socialistas no les llegaba la camisa al cuello durante muchas horas del debate, temerosos del descalabro. En Sumar, a su vez, mataban con la mirada iracunda al belicoso quinteto podemita, nacido para morir matando sin vergüenza ajena por sus métodos. En el resto de los apoyos al Gobierno, y excepción hecha de los mercaderes de Junts, unánime hartazgo rabioso a ese afán recalcitrante por la imposición sobrevenida que viene exhibiendo Sánchez desde su llegada al poder. Fue una mala experiencia generalizada. Al menos, PSOE salvo los muebles cuando se veía más allá del precipicio. El PP, en cambio, salivaba la penosa satisfacción de un descalabro en asuntos vitales para el propio país y sus ciudadanos y acabó desolado en otra derrota que parece reverberar en las paredes de Génova los trágico ecos del 23-J.

Ahora mismo, en la política española, solo Sánchez es capaz de escribir derecho en renglones torcidos. Sus cabriolas entrecruzan las piezas que siempre acaban por resolver el puzzle. Por eso nadie intuye sus designios. Este fin de semana volverá a sorprender agitando la composición del Comité Federal de su partido, donde nadie le rechista. Ayer mismo lo hizo despreciando a la patronal con la subida del salario mínimo al mismo tiempo que citaba a un trío de ilustres para hablar a calzón quitado en Davos, a modo de gran estadista. Su capacidad prestidigitadora es ilimitada. Quizá algún día hasta el propio Puigdemont se acabe sorprendiendo de semejante ilusionista cuando empiece a ver que los compromisos acordados con él y sus mensajeros se siguen dilatando mientras la legislatura avanza. Feijóo lo sufre en carne propia. Nada le sale bien. Propensión al fatalismo. Le queda cruelmente el único recurso del pataleo. La descalificación incendiaria y a veces razonada por la contundencia de los hechos. Volver a sacar a la calle, como hará a finales de enero, a decenas de millares de desairados por el sometimiento del gobierno de una nación a los devaneos de siete marionetas, aleccionadas desde Waterloo bajo obediencia debida. En el empeño también va implícita una carga de desgaste tan propia de la oposición.

El chantaje de junts

Tampoco en Junts suenan las palmas dentro de casa. Cada vez empiezan a dejarse más pelos en la gatera. No es lo mismo exhibir la poderosa imagen de cómo acogotas a un Gobierno exigiéndole hasta desquiciarlo penas para empresas traidoras a la patria catalana reacias a volver que, finalmente, acabar aceptando, sin demasiadas explicaciones convincentes, una polémica transferencia sobre inmigración con acento xenófobo que no la ha pedido tu gobierno y que arrastra fundadas dudas de que se haga realidad. Las aviesas intenciones de aplicar esta competencia son propias de una deplorable mente ultraderechista. Quizá este chantaje no les haya resultado tan lucido. Habrá más oportunidades.