ME conocen lo suficientemente como para saber que hace varios decenios pasé el sarampión infantil del canturreo de aquella tonadilla resultona de Eskorbuto: “Mucha policía, poca diversión”. O, traducido, que no me sonrojo al reconocer que creo firmemente que una sociedad democrática debe disponer de unos cuerpos de seguridad que velen, protejan o, si tomamos la etimología en euskera, cuiden a la ciudadanía. En mi mundo ideal, de hecho, el cuidado sería recíproco: los ciudadanos también deberíamos cuidar a nuestros cuidadores. Lo que ocurre es que no nos lo ponen demasiado fácil. En lo personal, la afirmación se sustenta en la persecución sin cuartel que he sufrido por parte de determinados “agentes de la ley”, incluidos ocho o diez antiguos amigos míos, por haber puesto en solfa, por ejemplo, que mil y pico ertzainas se tomaran una baja médica (ese es el verbo, tomarse) en el fin de semana en que el Tour partió de Euskadi. Pero, más allá de este humilde tecleador, que ya no coge el coche para evitar humillaciones en controles “aleatorios”, hay hechos de una gravedad intolerable.

Si no lo han hecho ya, les invito a ver las imágenes grabadas por un particular en Irun. Seis ertzainas y cuatro municipales de la localidad de la muga rodean a un tipo que les increpa. Uno de los policías autonómicos (jamás pensé que utilizaría semejante término) derriba al fulano de un trompazo en la cara. Con el agredido en el suelo, el émulo de Harry el sucio se le aproxima chulescamente berreándole jaculatorias humillantes. Mientras el tipo se retuerce en el asfalto, la comitiva policial mixta se las pira como almas que lleva el diablo.

Ayer supimos que el agente de mano suelta ha sido apartado del servicio cautelarmente. Algo es algo, pero hay otros nueve uniformados que comprobaron su actitud punible y faltaron a su obligación profesional de denunciarla. ¿Cómo vamos a creer en una policía así?