En Bizkaia, los patos parecen ignorar las circulares administrativas. Vuelan sobre la ría con esa majestad distraída que solo tienen los animales que nunca han leído el Boletín Oficial. Mientras tanto, en alguna oficina con calefacción central, un grupo de técnicos estudia si el confinamiento de las aves por la gripe aviar debe ser obligatorio. El aire huele a papel sellado y a plumas cautivas.

El virus, ese fantasma microscópico que viaja en las alas del viento, ha vuelto a despertar los viejos temores. Cada otoño, cuando los gansos del norte atraviesan los cielos vascos, alguien en una mesa de despacho recuerda que la naturaleza no entiende de fronteras ni de decretos. Entonces comienza el ritual: se levantan actas, se convoca al comité.

La burocracia es el modo que tiene el ser humano de domesticar el miedo. Si no podemos detener el vuelo de los pájaros, al menos podemos archivarlo. En esa carpeta azul, entre un informe veterinario y una instrucción ministerial, se guarda la ilusión de que el mundo obedece a las normas. Pero mientras se debate si el confinamiento es obligatorio, los pájaros siguen trazando con sus alas una escritura más antigua que cualquier reglamento: la del instinto.

Hay algo poético, y un poco trágico, en esta escena. El hombre moderno, con su mascarilla aún en el recuerdo, se mira en el espejo del gallinero. Nos protegemos de los virus, de los vecinos, del azar. Y sin embargo, seguimos soñando con el vuelo libre de un pájaro sobre el horizonte. Quizá por eso nos duele tanto encerrarlos.

Decidir si las aves deben ser confinadas es, en el fondo, decidir qué precio tiene la prudencia. Entre la salud pública y la poesía del aire abierto, los técnicos de Bizkaia buscan una fórmula intermedia. Tal vez la encuentren. O tal vez comprendan que la vida, como las golondrinas, no se deja reglamentar del todo.