Allá en Zorrotzaurre, donde el Nervión se curva como una ceja que duda, el futuro avanza con pasos firmes de arquitecto y promesa de cristal. En esos pabellones industriales, donde una vez rugieron máquinas y ahora laten latas de cerveza, lienzos de spray y colchones prestados, la ciudad ha decidido barrer con escoba de oro. Van a desalojar a los okupas. Dicen que es por el bien del barrio. Pero el bien suele tener la forma exacta del dinero, por mucho que esa presencia afee el paisaje exterior. El interior, el de los okupas es otro. Que no quiere decirse que sea mejor. Otro.

No es nuevo este ritual. Primero llegan los urbanistas con sus renders de torres blancas, parques verticales y oficinas con wifi en el aire. Luego, el político que habla de “dignificar los espacios” y “potenciar la actividad económica”. Y por último, llega la policía, puntual como la muerte en las tragedias griegas, a desalojar a quienes ya habían hecho de la ruina una forma de resistencia. Los expulsan sin sinfonía, sin épica. Apenas un boletín oficial y una mañana gris.

Pero los okupas no son solo cuerpos tumbados en colchones ajenos. Son también el humo de los porros y las asambleas, la utopía mal peinada, los perros sin raza y los grafitis que dicen lo que ya nadie se atreve. Son la última frontera de una ciudad que alguna vez fue imperfecta y viva, antes de convertirse en escaparate para congresos y cruceros.

A veces me pregunto: ¿cuánto vale un rincón de libertad? ¿Qué cuesta más, dejar que unas naves respiren vida o convertirlas en coworkings donde se alquila el aire por horas? Quizá los okupas estorben, claro. A los promotores, a los bancos, a los que han puesto en Zorrotzaurre la diana de su próximo pelotazo. Y también a los vecinos. Pero en medio de tanta ambición geométrica, de tanta limpieza quirúrgica del pasado, ellos eran los únicos que aún sabían perder.

Lo que se pierde aquí no es solo un techo. Es la posibilidad de una disidencia, aunque sea mugrienta y desordenada. Es la memoria del barrio que resiste en voz baja, quizás sujeta por gente de allí o por gente que viene de fuera, mientras la grúa se alza como una cruz. Porque, al final, lo que molesta de los okupas no es su presencia, que también en según qué casos y a qué menesteres se dedican, sino lo que representan: un espejo roto donde se refleja una ciudad que no cabe a gusto ni entera en los folletos de Bilbao Turismo.